jueves, 20 de noviembre de 2008

LA ORALIDAD ESCRITA DEL SABER: ENTRE GELIO Y MONTAIGNE

Merece la pensa que hagamos algunas consideraciones sobre la relación de Aulo Gelio y Montaigne a partir de un parámetro poco explorado, precisamente el de los rasgos de oralidad de presenta la propia miscelánea y el ensayo. Como he tenido ocasión de trabajar en este asunto hace poco, os presento un avance de la cuestión en el blog siguiente:

LA ORALIDAD ESCRITA DEL SABER: AULO GELIO Y LOS ORÍGENES DEL ENSAYO

FRANCISCO GARCÍA JURADO
Universidad Complutense

1. Lo oral frente a lo escrito

En su ameno y profundo libro titulado La invención de la literatura, Florence Dupont propone que la oralidad y la escritura en la antigua Grecia presentan una naturaleza simbólica distinta, de acuerdo con la cual cada una se destina a diferentes usos:

(…) la historia de los signos gráficos no es la de una técnica, sino la de los diferentes papeles que cada civilización ha podido decidir confiar a una memoria objetivada en inscripciones de naturalezas distintas. Por ejemplo, las tablillas descubiertas en Creta o en Pilos, archivos de los almaceneros reales, no son los ancestros balbucientes de las leyes o de los poemas de Solón (…). De manera global, la cultura griega poshomérica es tan oral como la de la Grecia homérica, y, al propio tiempo, escrita, aunque ambas lo sean de forma distinta. Hay que ir mirando caso por caso, dado que hay escrituras y oralidades, multiplicidad que se corresponde con funciones simbólicas distintas. Baste un ejemplo: no podríamos confundir la escritura-transcripción, que sirve para hacer hablar a las cosas mudas, a los objetos, a los muertos, al pueblo, con la escritura-inscripción, que sirve para registrar palabras vivas y conservarlas. (Florence Dupont, La invención de la literatura, Madrid, Debate, 2001, pp. 9-10 y 12)

El viejo mito platónico de Theuth nos enseña a comprender por qué la palabra “muere” al quedar transcrita, pues pierde su frescura como medio de intercambio oral, y no sirve como remedio contra el olvido (Fedro 274b-275e y Filebo 18b-d)[1]. El salto cualitativo que se produce de los tiempos de Platón a los de Aristóteles es el que supone el paso de una cultura basada en lo oral a otra que va a confiar su tradición cultural al medio escrito. El menosprecio que siente Platón por la palabra escrita como “palabra muerta” comienza a sentirse a partir de él como un mal menor frente al peligro de la pérdida del conocimiento. Sin embargo, siglos después, Aulo Gelio nos transcribe una significativa carta que Alejandro Magno envía a su maestro Aristóteles cuando se entera, siendo ya dueño de Asia, de que el filósofo ha hecho publicar sus enseñanzas:

Cartas de Alejandro y de Aristóteles en su original griego y traducidas al latín (20, 5)

Se dice que el filósofo Aristóteles, maestro del rey Alejandro, tenía, entre los comentarios y disciplinas que transmitía a sus discípulos, dos tipos de libros. A unos los llamaba exotéricos, y a los otros acroamáticos. Los exotéricos eran aquellos que conducían a las meditaciones sobre retórica, a la capacidad de argumentar y al conocimiento de los asuntos civiles, los acroamáticos, por su parte, eran aquellos donde se trataba un saber más remoto y sutil y todo aquello que concernía a la contemplación de la naturaleza y las discusiones dialécticas. A la enseñanza de esta disciplina acroamática ya referida dedicaba la mañana en el Liceo y no admitía sin más a cualquiera, a no ser que hubiera tenido antes ocasión de examinar su ingenio, los contenidos de su erudición, disposición y entrega al estudio. Sin embargo, en el mismo lugar, pero ya por la tarde, disertaba sobre las disciplinas exotéricas, y éstas se las ofrecía a todo tipo de jóvenes. Así pues, a esta última la llamaba “paseo vespertino”, mientras que a la primera la denominaba “paseo matutino”, dado que en uno y otro caso la disertación la hacía paseando. También dividió sus propios libros, comentarios de todas esas lecciones, de forma que unos se llamaron exotéricos y los otros acroamáticos.
Mas, como Alejandro, que por aquel entonces dominaba casi toda Asia con el poder de su ejército y que al mismo rey Darío perseguía entre batallas y victorias, se enteró de que su maestro había editado los libros del género acroamático para el vulgo, a pesar de encontrarse ocupado en tan importantes empresas, envió una carta a Aristóteles para decirle que no obraba correctamente al publicar y divulgar tales disciplinas, aquellas en las que él mismo había sido instruido. Estas fueron sus palabras: “Pues, ¿podremos sobresalir de entre los demás en algún conocimiento si éstos que hemos recibido de ti se hacen en adelante materia común de todos? Ciertamente preferiría destacar en conocimiento que en recursos y magnificencia.”
Aristóteles le respondió de esta forma: “Has de saber que los libros acroamáticos, esos cuya publicación lamentas porque a partir de ahora no van a permanecer escondidos como arcanos, ni están publicados ni dejan de estarlo, ya que éstos sólo serán comprensibles para aquellos que nos han prestado atención.” (Aulo Gelio, Noches áticas. Antología. Introducción, selección, traducción y notas de Francisco García Jurado, Madrid, Alianza, 2007, pp. 60-61)

Cabe preguntarse cuál es el significado último de esta anécdota en la obra de Gelio, y qué pierde el saber oral cuando se convierte en saber escrito. La anécdota aquí transcrita supone una conciencia entre lo oral y lo escrito con la consiguiente primacía de lo primero. La oralidad asegura el contacto directo con el maestro e impide la difusión de su doctrina a terceros. Sin embargo, Aristóteles no ve ningún peligro en la publicación de sus enseñanzas, ya que esto no supone más que un pálido e insuficiente reflejo de su palabra viva.
La frontera entre el mundo de lo oral y el mundo de lo escrito no es, sin embargo, tan nítida como podríamos creer en un principio, ni tampoco conviene trazar un mero esquema valorativo de lo oral como algo esencialmente vivo y de lo escrito como algo esencialmente muerto. Estamos acostumbrados, por ejemplo, a asistir en los congresos a aburridas intervenciones, casi letales, donde el interviniente se limita a leer con tono monótono un texto que está concebido para su lectura individual. Estos hechos suponen sin duda una invasión de lo escrito en el mundo de lo oral. De manera inversa, hay textos escritos que dejan huellas vivas de una situación oral previa, e incluso textos que no dejan de ser, a pesar de su condición escrita, huellas de un ágil diálogo con supuestos lectores, reales o supuestos. Precisamente, Peter Burke ha hecho una brillante lectura de los Ensayos de Montainge en clave de diálogo[2]. La explicación de los Ensayos a partir de una forma de comunicación propiamente oral, si bien no explícita, supone, sobre todo, establecer una suerte de conversación con el lector (real o implícito) y con los propios autores precedentes (Burke señala el uso creativo de la cita ajena como un indicio de ese diálogo). Este diálogo constante entre autor y lector, evidentemente, conlleva ciertas condiciones, como el predominio del yo (la representación del autor como tema mismo de la obra) o la falta de sistema a la hora de abordar los diferentes asuntos. Esto último, además, es algo que ya está implícito en la propia naturaleza de la antigua miscelánea. Dice Burke que "Montaigne escribía con un estilo deliberadamente oral, conversacional", y es ahí, precisamente, donde hay que considerar esa maravillosa intrusión de lo oral en el mundo de lo escrito. El estudio conjunto de algunos pasajes de las Noches áticas de Gelio y de los Ensayos de Montaigne puede ayudarnos a comprender esta difusa dualidad que proponemos entre lo oral y lo escrito. Queremos llevar a cabo en el presente estudio una lectura conjunta de algunos pasajes escogidos para acercarnos a lo que podemos llamar, sin miedo, “obras conversacionales”. Sin recurrir ni Gelio ni Montaigne a maneras propias del lenguaje coloquial (lo que sí hace, sin embargo, Platón en sus diálogos), cabe ver en ellas aspectos que responden a una conversación amistosa y culta que transciende el tiempo. Esta conversación se manifiesta de maneras diferentes, y el intento de estudiar ahora su articulación es lo que va a dar forma al presente trabajo. Cabe señalar tres aspectos:

-La conversación -transcrita- como recuerdo
-La conversación -imaginaria- con el lector
-La conversación -posible- con otros autores


Hemos dicho que recurriremos a algunos pasajes de Gelio y de Montaigne. En el primer caso hemos leído ya la trascripción de la carta de Alejandro a su maestro Aristóteles. También veremos el prefacio y pasajes donde queda reflejado el recuerdo de conversaciones y banquetes, sin perder tampoco de vista el curioso título de la obra y el uso de citas ajenas. Para el segundo autor, Montaigne, recurriremos a tres textos concretos: “Al lector”, “De los libros” (II, 10) y “Del arte de conversar” (III, 8).


Echad un vistazo al power point que he colgado en mi red social





[1] Estos pasajes donde Theuth aparece como inventor de la escritura,han suscitado el interés de autores como Jacques Derrida ("La pharmacie de Platon", en La dissémination, Paris, 1972, pp.69-197), Emilio Lledó (El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, Crítica, 19922; El silencio de la escritura, Madrid, Espasa Calpe, 19982), o Luis Gil ("Divagaciones en torno al mito de Theuth y de Thamus" en Transmisión mítica, Barcelona, Planeta, 1975, pp.100-120 y La palabra y su imagen. La valoración de la obra escrita en la Antigüedad, Madrid, Universidad Complutense, 1995).
[2] Peter Burke, “Montaigne y el arte del diálogo”, ABCD las letras y las artes, 865, 30 de agosto de 2008 (disponible en la dirección web http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=10194&num=865&sec=31 consultada del 15 de noviembre de 2008)

1 comentario:

Juan Carlos Sesé dijo...

Hola:
Creo que la imagen nos conduce a la prehistoria (las pinturas de las cuevas), mientras que la palabra nos lleva al clasicismo (los escritores antiguos y los nuevos que recrean a los clásicos). He optado por no poner fotos en mi blog, porque mis alumnos no leían el texto, que decían que era un rollo.