sábado, 13 de diciembre de 2008

LA ESFERA DE LAS RELACIONES


Zoa Alonso me envía esta comunicación verdaderamente interesante, muy atinada con respecto a la idea de relación múltiple:


A raíz de la carta de Guillermo me he acordado de una exposición muy muy chula a la que fui hace ya 4 años en el Conde Duque. El artista, un matemático obsesionado por las redes de conocimiento y comunicación, había llenado las cuatro paredes de la sala con textos literarios, imágenes, vídeos y otras cosas de tal forma que cualquier persona podía llegar a hacer su recorrido particular.Te mando aquí el link de aquella exposición y, si tienes tiempo y te apetece, hay un par de detalles que también merecen la pena.http://www.medialabmadrid.org/inventor/Primero una obra que se llama "El inventor de Historias" y luego "La esfera de las relaciones" (esto sí que será como las neuronas todas puestas en contacto!).



esfera de las relaciones (PC)
esfera de las relaciones (Mac)

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[english: the sphere of relations portugués: a esfera das relações]
La esfera de las relaciones es un espacio de estimulación y participación. Es una invitación a la escritura basada en la poética y el humor de las relaciones. El azar y la selección arbitraria de palabras puede estimular la creatividad.
La esfera de las relaciones es un proyecto realizado con el apoyo del MediaLabMadrid [www.medialabmadrid.org].
La esfera estará expuesta en ARCO como nueva obra en la colección de El Museo Inmaterial del MEIAC (Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo), Madrid, España.

jueves, 11 de diciembre de 2008

LITERATURA Y CONSTELACIONES


Recibo una carta de Guillermo Alvar Nuño con reflexiones interesantes sobre el método comparativo que os he expuesto, siempre con mucho diálogo y contrastes, en las clases anteriores. Reflexiona sobre el concepto que yo mismo utilicé de "constelación" para hablar sobre relaciones literarias múltiples. Asimismo, queda latente la relación entre las llamadas ciencias y las llamadas letras. Acabo de leer un libro clásicos de José Antonio Maravall, Teoría del saber histórico, donde estas cuestiones quedan bien explicadas, donde se acortan los caminos, en definitiva. Como creo que es una carta interesante, la transcribo en este blog para compartirla:


"Te escribo este correo por dos razones. La primera, para agradecerte las clases que nos has impartido. He disfrutado mucho, de verdad, con los nuevos enfoques y sugerencias que nos has propuesto. Pero sobre todo te escribo porque le he estado dando un par de vueltas al tarro este fin de semana a tu parte de la asignatura. Cuando nos has hablado de las "relaciones" entre autores utilizabas la metáfora de las constelaciones. No sé hasta que punto es metáfora lo que decías, o hasta que punto es metodológica tal alusión. Te propongo una cosa, quizás un poco osada. Siempre me ha dado un poco de pena la diferenciación tajante que existe entre las llamadas ciencias y las llamadas letras. Me ha apenado siempre mucho la fractura y la distancia que existe entre ambas. Más que nada porque ambas se necesitan. En este sentido, la vuelta de tuerca que estableces con el comparatismo me ha dado mucho que pensar. Y paso la pelota a tu tejado. Te dejo mi inquietud, que es la siguiente: ¿te has parado a pensar alguna vez en la relación existente entre tu método literario y las ciencias más punteras? ¿No crees que podrías aportar un gran grano de arena a alguna ciencia... O en sentido contrario, potenciar tus ideas con aportaciones científicas? Me explico. Tú nos has hablado de Aulo Gelio y su relación en el tejido literario con autores anteriores y autores posteriores según cuatro formas de interactuación diferentes. Creo que la metáfora de la "constelación" se puede redefinir de mejor manera, y sacarle mucho más partido. Creo... Creo que la literatura, tal y como la muestras, es análoga a los planteamientos de la biología con respecto al cerebreo y al tejido neuronal. Me da la impresión de que cada autor es como una neurona (o mariposa del alma, como las llamaba Gregorio Marañón) que se une a otras mediante diferentes conexiones. De modo que incluso una neurona en una punta del cerebro puede comunicarse con otra por medio de una corriente eléctrica que se transmite con la mediación de decenas, miles o millones de neuronas. Una neurona puede pertenecer al campo del habla (o de la ciencia médica) pero comunicarse con otra del campo de la creatividad (o de la ciencia poética). Las neuronas son millones y millones, de forma análoga a la cantidad de escriores. Se rompen así, en un espacio muy limitado, las barreras del tiempo y del propio espacio (del mismo modo que las neuronas activan recuerdos muy pasados o intuiciones futuras, o nos traen vivencias de gentes muy lejanas o adyacentes). Me da la impresión, sinceramente, de que los estudios de la neurología te servirían para consolidar, ampliar o perfeccionar tu teoría literaria. Y, quién sabe, a lo mejor tú, desde la literatura, tienes algo que enseñar en el campo de las ciencias. Esta es una de las conclusiones para mí más interesantes que saco de tus cursos."
Una respuesta apresurada:
"Me parece muy interesante lo que dices. En especial, cuando trato de hallar formas que definan los encuentros complejos que estudio pienso en agrupaciones que tienen, por ejemplo, una naturaleza gramatical (es el caso de un trabajo mío sobre Ovidio en primera, segunda y tercera persona) o en figuras geométricas (el caso de la relación entre Plinio el Joven, Maupassant y Cortázar en torno a los relatos de fantasmas). En cierto sentido, la theoria repecta sobre la expansión del universo podría ser aplicable al hecho literario. De una manera más real que imaginaria, un autor se expande a través de otras lecturas, de otros contextos, y la literatura, en su historia, supondría un proceso de crecimiento continuo.
Como has podido entender muy bien, derivamos hacia una suerte de morfologías literarias imprevistas, que no pueden ser meramente contempladas desde los rigurosos pero (ay) estrechos ámbitos de la filología."
paco

miércoles, 3 de diciembre de 2008

AULO GELIO DESDE UNA PERSPECTIVA INTERTEXTUAL


Vamos llegando al final de la parte de máster que corresponde al estudio de Aulo Gelio desde un punto de vista intertextual. Hemos repasado, sucintamente, cuatro formas de encuentro complejo: el encuentro con la persona del autor y su obra, el encuentro con sus textos, el comentario o la crítica y, en cuarto lugar, la relectura de una obra o texto en otras claves bien distintas para las que fue concebida. ¿Cómo procede Gelio con estos procedimientos, en especial en lo relativo a lo que hoy día consideramos como literatura griega? Quería ofreceros algunos ejemplos, primeramente, de la primera modalidad, es decir, de la representación de los autores como tales personas. Voy a ofreceros algunas traducciones propias, tal como las tengo publicadas en mi selección de Alianza.


AUTORES. Vamos a ver dos autores griegos que Gelio trata desde el punto de vista de su figura humana: se trata de Plutarco y Eurípides. Cada uno nos mostrará aspectos narrativos diferentes con respecto al ámbito biográfico.

PLUTARCO

De qué manera me respondió el filósofo Tauro al preguntarle si se encolerizaban los sabios (1, 26)

MI COMENTARIO: En este capítulo se muestra como en pocos la utilidad moral de una anécdota, pues, de hecho, el gracejo con que se cuenta la discusión de Plutarco y un siervo suyo es, en realidad, una viva reflexión acerca de la cólera. A este capítulo hace agradecida referencia y transcripción parcial Montaigne (Ensayos 2, 31), dado que en él se nos regala una anécdota del admirado Plutarco, como ya hemos visto en la Introducción. Montaigne nos recuerda que no es conveniente pegar a los sirvientes mientras dura la cólera. Curiosamente, ninguno de los dos, ni Gelio ni Montaigne, cita o alude al tratado que sobre la ira o la cólera compuso Séneca. Fray Antonio de Guevara vuelve sobre este asunto, dentro de su Libro primero de las epístolas familiares, en su “Epístola XVII. Letra para D. Juan de Moncada, en la cual se declara qué cosa es ira, y cuán buena es la paciencia.”

EL TEXTO DE GELIO: Pregunté a Tauro en su escuela si un sabio podía enojarse, dado que el maestro solía brindarme la oportunidad de preguntar lo que quisiera, una vez terminadas las lecciones diarias. Tauro, tras haber referido con gravedad y abundancia lo que los libros de los antiguos y sus mismos comentarios exponen acerca de la pasión o el impulso de la ira, se dirigió a mí, que le había preguntado y me dijo: “estas son las cosas que yo mismo opino acerca de la ira; sin embargo, no está fuera de lugar que escuches también lo que pensaba nuestro querido Plutarco, el más docto y prudente varón. Plutarco, no sé por qué falta, ordenó que se quitara la túnica y azotara a un criado suyo, persona inútil y terca, mas no ajena a los libros y disputas filosóficas. En esto que comenzaba a recibir azotes, el criado se defendía diciendo que no merecía tal castigo, dado que no había cometido ninguna fechoría ni crimen. Finalmente, comenzó a vociferar entre azote y azote, aunque ya no emitía quejas o lamentos, sino palabras serias y de censura, tales como que Plutarco no se comportaba como correspondía a un filósofo; que era vergonzoso enojarse; que a menudo aquél había disertado sobre las desgracias de la ira, e incluso había escrito un libro hermosísimo acerca de la ausencia de ira. Según aquel libro, no era de recibo que, llevado y arrastrado su amo por la ira, se le castigara a él tan efusivamente. Entonces, Plutarco le dijo con calma y suavidad: “¿Acaso crees, bribón digno de azotes, que yo estoy airado contigo? ¿Deduces de mi rostro, mi voz, mi color o de mis palabras que estoy dominado por la ira? Creo que ni mis ojos son amenazantes, ni mi rostro está desencajado, ni grito como una bestia, ni echo espuma o estoy amoratado por la irritación, ni digo palabras vergonzosas o de las que pueda arrepentirme, ni me agito y me conduzco movido por la ira. Tales son las cosas que suelen considerarse, por si no lo sabes, señales de la ira.” Y dirigiéndose al mismo tiempo a aquel que propinaba los azotes, le dijo: “Mientras éste y yo seguimos disputando, tú sigue con lo tuyo.”
Y ésta fue la moraleja final de la historia de Tauro: no estimaba que fuera lo mismo la falta de ira que la indolencia, y que una cosa era ser un espíritu no iracundo y otra muy distinta un carácter insensible, es decir, embotado y atónito. Así pues, juzgó que, así como ocurre con la anulación de todos los otros sentimientos, aquellos que los filósofos latinos denominan affectus o affectiones y los griegos pa/qh, no era tampoco útil la negación absoluta -que los griegos llaman ste/rhsij- de esta pasión del ánimo llamada ira, cuando es muy intenso ese deseo de venganza, pero que sí lo era su control y moderación, lo que los griegos llaman metriotes.

LA FIGURA DE EURÍPIDES

Algunos apuntes sobre la familia, la vida y las costumbres del poeta Eurípides; y sobre el fin de su propia vida (15, 20)

MI COMENTARIO: Nos cuenta Gelio que, según Marco Varrón, sólo cinco tragedias de Eurípides fueron premiadas de un total de setenta, dado que los premios se daban a menudo a autores muy mediocres (Gel. 17, 4, 3). Si bien la noticia es errónea, pues Eurípides ganó muchas veces más, la noticia, en su extrema inexactitud, se convierte en una triste alegoría de lo caro que a veces cuesta el talento. De nuevo, estamos ante noticias y anécdotas sobre la vida de un gran trágico griego y una de las vidas más interesantes que podemos encontrar en la historia de la literatura. Eurípides es, entre otras cosas, el testimonio vivo de que una persona de origen humilde puede llegar a lo más alto. Valerio Máximo es elocuente al respecto en sus Hechos y dichos memorables (3, 4, 2):

“Qué madre tuviera Eurípides y qué padre Demóstenes fue ignorado aun por el siglo de ellos mismos. Mas las letras de casi todos los doctos dicen que la madre del uno anduvo vendiendo legumbres, el padre del otro cuchillitos. Pero ¿qué más claro que ó la fuerza trágica de aquel ó la oratoria de este?” (traducción de José Velasco y García)

TEXTO DE GELIO: Dice Teopompo que la madre del poeta Eurípides se ganaba la vida vendiendo hortalizas. Cuando nació el niño, a su padre le vaticinaron los astrólogos que cuando éste creciera sería vencedor en los certámenes; que tal era el destino del niño. Como el padre interpretó que su hijo debía convertirse en atleta lo envió a Olimpia para que compitiera con otros atletas infantiles, después de haber fortalecido y ejercitado el cuerpo del muchacho. Sin embargo, al principio no fue admitido en el certamen por no quedar clara su edad, aunque luego luchó y venció en el certamen de Eleusis y en el de Atenas, en honor a Teseo. Seguidamente pasó del cuidado del cuerpo al cultivo del espíritu como alumno del físico Anaxágoras y del rétor Pródico, donde se formó en la filosofía moral de Sócrates. A los dieciocho años comenzó a escribir una tragedia. Filócoro nos refiere que había en Salamina una cueva oscura y espantosa, que nosotros hemos visto, donde Eurípides solía escribir sus tragedias.
Se dice que odiaba de manera desaforada a las mujeres, bien porque su propia naturaleza abominaba de su contacto, bien porque ya tenía dos esposas, en los tiempos en que en el derecho ateniense esto era legal, y de su doble matrimonio estaba muy aburrido. De su odio a las mujeres también nos habla Aristófanes en las primeras Tesmoforias, precisamente en estos versos[1]:

Así pues, ahora os advierto y os digo a todas
que castiguéis a ese hombre por muchas razones:
pues, mujeres, nos presenta como animales salvajes,
cuando él mismo se ha criado entre hortalizas silvestres.

Y Alejandro el etolo compuso estos versos sobre el poeta:

El pupilo del buen Anaxágoras era, al menos a mi parecer, agrio al hablar,
odiaba la risa y ni bebido sabía hacer burlas,
pero todo lo que escribía tenía la dulzura de la miel y la sonoridad de las sirenas.
Eurípides, en los tiempos en que vivía en Macedonia junto al rey Arquelao y gozaba de una gran familiaridad con el rey, una noche que volvía de una cena dada por éste sufrió el violento ataque de unos perros lanzados contra él por algún rival, y de estas heridas le sobrevino la muerte. Los macedonios han dignado con tal honor su sepulcro y memoria que también en el lugar de su gloria se aventuraban a predecir: “Ojalá nunca perezca tu recuerdo, Eurípides”, dado que el egregio poeta, al encontrar allí la muerte, había recibido sepultura en la tierra de ellos. Por ello, cuando unos emisarios enviados por los atenienses les pidieron que permitieran el traslado de los restos a Atenas, la tierra natal del poeta, los macedonios se mantuvieron unánimemente firmes en denegar esta petición.

[1] Aristófanes, Tesmoforias 453-56.

martes, 2 de diciembre de 2008

A PROPÓSITO DE MISCELÁNEAS Y MICRORRELATOS


Lo bueno de un curso dedicado a encuentros enre literaturas es que suscita nuevas ideas y encuentros. Guillermo Alvar Nuño ya nos comentó en clase el curioso relato de Enrique Anderson Imbert que podéis leer a continuación. Puede consultarse en la dirección web (http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/cuerno.htm):

Cuerno y marfil[Cuento. Texto completo]
Enrique Anderson Imbert
Penélope le dice a Odiseo:
-Hay dos puertas para los sueños: una, construida de cuerno; otra, de marfil. Los que vienen por la de marfil nos engañan; los que vienen por la de cuerno nos anuncian verdades.
En Homero (Odisea, XIX) esas puertas eran alegóricas: no existían sino como imágenes de ideas. Ahora sabemos que existieron de verdad. El periódico de hoy trae la noticia de que el arqueólogo Michael Ventris, en las excavaciones de Knossos, acaba de encontrar dos enormes puertas labradas, una sobre un solo cuerno y la otra sobre un solo colmillo. Interrogado por un periodista, Ventris ha dicho que su impresión, más que de asombro, es de horror, al pensar, en vista de ese cuerno, de ese colmillo, en el tamaño que debieron de haber tenido los rinocerontes y elefantes pre-homéricos.
FIN


El gusto por el relato breve y el razonamiento audaz no está lejos de los que encontramos en otros cultivadores de la miscelánea moderna, como el también argentino Marco Denevi o el guatemalteco Monterroso. Imbert, por cierto, nace en la ciudad árgentina de Córdoba, el mismo lugar donde vino al mundo Arturo Capdevila, el autor del poema "Aulo Gelio".


miércoles, 26 de noviembre de 2008

RELECTURAS DE TEXTOS ANTIGUOS EN CONTEXTOS MODERNOS. ENCUENTROS ENTRE GÉNEROS

Terminamos la parte teórica, dedicada a estudiar configuraciones entre textos, con la relación de carácter más genérico.

La relación entre géneros supone un interesante punto de contacto complejo entre las literaturas modernas y las antiguas, provistas de géneros tan particulares como la sátira, así como géneros que hoy se nos antojan híbridos, como la poesía científica. En lo que a la literatura moderna respecta, el género fundamental será la novela, que, como bien señala Margueritte Yourcenar hablando de sus Memorias de Adriano, "devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a pasar por ella; este estudio sobre la suerte de un hombre que se llamó Adriano hubiera sido una tragedia en el siglo XVII y un ensayo en el Renacimiento" (o.c., p. 254). Al hablar de las relaciones entre géneros antiguos y modernos en nuestra historia no académica deberemos estar dispuestos al asombro que nos van a reportar ciertas coincidencias, por un lado, y ciertas diferencias o reintepretaciones, por otro. Entre las primeras, resulta muy notable el afán que por la brevedad muestran distintas literaturas alejadas en el tiempo y el espacio. En especial vamos a comentar cómo ese afán se plasma en la peculiar relación que Augusto Monterroso mantiene con el fabulista latino Fedro. En lo que a las diferencias respecta, una de las más significativas viene dada por el transvase que unos textos pueden sufrir desde un género antiguo a otro moderno, como es el caso de la antigua erudición convertida después en relato fantástico. Esta compleja relación, que explica muchos aspectos de la moderna literatura fantástica, se puede personalizar en Plinio el Viejo y Jorge Luis Borges.
Cuando Italo Calvino fue invitado a Harvard a impartir las Norton Lectures sobre poética correspondientes al curso 1985-1986[1], eligió para cada una de sus conferencias (tan sólo pudo dictar cinco) algunos de los títulos más sugerentes que conozco: “Levedad”, “Rapidez”, “Exactitud”, “Visibilidad” y “Multiplicidad”. En este último Calvino, que escribe en una lengua que no es la materna, puede encontrarse, como si de un testamento se tratara, la esencia de su imaginativo afán comparatista. Resulta prodigioso el recorrido que hace por cada uno de esos accidentes de la literatura, y no he podido menos que acordarme especialmente de la conferencia que lleva el título de “Rapidez” a la hora de abordar el aspecto de la concisión. En un momento determinado nos dice lo siguiente: “La concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a deciros que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones de un epigrama. En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento” (o.c., p. 64). A continuación, elogia la insuperable capacidad de concisión del fabulista Augusto Monterroso. Concisión y fábula son conceptos complementarios. De hecho, el éxito de la fábula, según Genette, viene dado por su brevedad y notoriedad, condiciones necesarias para que sea un género tan popular. Esa brevedad o concisión, precisamente, tan acorde con el gusto por la brevitas en la literatura latina, convertida en una obsesión en los tiempos del Imperio, va a ser una de las metas de ciertos maestros del relato breve de nuestro siglo[2]. Monterroso, recreador irónico de fábulas, es, además, autor de cuentos tan breves como el titulado "El dinosaurio" (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.", en Obras completas [y otros cuentos], incluido en el volumen Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Alfaguara, 1996, p. 69). Salvadas las distancias de tiempo, es a esa misma brevedad a la que alude Gayo Julio Fedro en los senarios que abren su libro segundo de fábulas[3]:

Sed si libuerit aliquid interponere,
Dictorum sensus ut delectet varietas,
Bonas in partes, lector, accipias velim,
Ita, si rependet illam brevitas gratiam.
Cuius verbosa ne sit commendatio,
Attende, cur negare cupidis debeas,
Modestis etiam offerre, quod non petierint[4]

El Monterroso fabulista ha sabido captar perfectamente el tono y lenguaje de un Esopo o de un Fedro, adaptándolos a los tiempos y circunstancias modernos, no desprovisto de ironía con respeto al propio género. Veamos un ejemplo significativo a partir de la fábula de Fedro titulada "La vaca, la cabra, la oveja y el león" (Phaed.1,5):

VACCA, CAPELLA, OVIS ET LEO

Numquam est fidelis cum potente societas:
Testatur haec fabella propositum meum.
Vacca et capella et patiens ovis iniuriae
Socii fuere cum leone in saltibus.
Hi cum cepissent cervum vasti corporis,
Sic est locutus partibus factis leo:
«Ego primam tollo, nominor quoniam leo;
Secundam, quia sum fortis, tribuetis mihi;
Tum, quia plus valeo, me sequetur tertia;
Malo adficietur, siquis quartam tetigerit».
Sic totam praedam sola inprobitas abstulit.

Añadamos, además, esta traducción anónima recogida por Menéndez Pelayo[5]:

LA VACA, LA CABRA, LA OVEJA Y EL LEÓN.

Nunca con el potente
Fue fiel la compañía.
La fábula mía
Confirma mi propuesta claramente.
La Vaca y la Cabrilla, y la paciente
Oveja, compañeros del León fueron
En los bosques, y un Ciervo muy crecido
Entre todos cogieron,
El cual en cuatro partes dividido,
El león engreído
Habló de esta manera:
Me llaman León, me tomo la primera.
De aquesta misma suerte
Me daréis la segunda, pues soy fuerte;
También, porque más puedo,
Seguirá la tercera mi denuedo;
Nadie la cuarta toque;
Muy mal lo pasará quien lo provoque.
Con esto la maldad y la insolencia
Toda la presa entrega a su violencia.

La recreación y variación que hace Monterroso sobre la fábula de Fedro precisa en buena medida del texto subyacente que acabamos de leer para su perfecta comprensión. No en vano, como el mismo Monterroso declara, la conoce de memoria, como fruto de una especial relación con el latín que ha tenido a bien relatarnos en otro lugar. La nueva fábula, por lo demás, bien podría haber sido escrita por un Fedro actual, dado su respecto a las normas del género y su contenido crítico con el poder:

"La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja[6] se aso­cia­ron un día con el León para gozar alguna vez de una vida tranquila, pues las depredaciones del monstruo (como lo llamaban a sus espaldas) las mantenían en una atmósfe­ra de angustia y zozobra de la que difícilmente podían esca­par como no fuera por las buenas.
Con la conocida habilidad cinegética de los cuatro, cierta tarde cazaron un ágil Ciervo (cuya carne por su­puesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja, acostumbradas como estaban a alimentarse con las hierbas que cogían[7]) y de acuerdo con el convenio dividieron el vasto cuerpo[8] en partes iguales.
Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su indefensión y extrema debilidad, las tres se pusieron a vociferar acalorada­mente, confabuladas de ante­mano para quedarse también con la parte del León, pues, como enseñaba la Hormiga, querían guardar algo para los días duros del invierno.
Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar las sabidas razones[9] por las cuales el Cier­­­vo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí mismo de una sentada, en medio de los largos gritos de ellas en que se escuchaban expresiones como Contrato Social, Constitución, Derechos Humanos y otras igualmente fuertes y decisivas." (Augusto Monterroso, “La parte del león”, en La oveja negra y demás fábulas, recogida en Cuentos, fábulas... p. 208)

Nótese la fina ironía, sobre todo en la intencionada translación al presente, con términos como “Derechos Humanos”, o “Constitución”, lo que no deja de reflejar el trasfondo de unas inquietudes sociales y políticas. El texto latino de Fedro, aunque presupuesto en la fábula ("enumerar las sabidas razones") aflora esporádicamente en los adjetivos "paciente" -patiens- ("la paciente Oveja"), o "vasto" -vastus- ("el vasto cuerpo"). El respeto a las convenciones del género es escrupuloso, haciendo hincapié siempre en el carácter universal de los protagonistas, frente a la posibilidad del personaje individual propio de un cuento[10], lo que refuerza, además, con alusiones a otras fábulas, como la de la hormiga. La historia no acaba aquí, pues, como si de una ironía del destino se tratara, el libro de Monterroso donde se contiene esta fábula ha sido traducido al latín por Tarsicio Herrera Zapién, con el título de Ovis nigra atque caeterae fabulae[11]. El mismo Monterroso nos comenta este hecho: "¿Cómo podía imaginar allá lejos que algún día mis propias fábulas estarían traducidas al idioma que me abrió las puertas a las maliciosas expresiones de Aristófanes por uno de estos sabios peripatéticos, concretamente por Tarsicio Herrera Zapién, traductor de Horacio y de Tibulo? Sólo se cumple lo que no se ha soñado"[12].
Y pasamos ahora a la relación entre erudición antigua y literatura fantástica moderna. De entre los 37 libros que componen la Historia Natural, es el libro VII, que tiene al ser humano como asunto central, el que brinda a Borges el motivo de su historia: la prodigiosa memoria de un joven tullido llamado Funes. El narrador-testigo de la historia ha comenzado el aprendizaje del latín, motivo por el cual lleva consigo libros que le ayuden a tal iniciación. Ireneo Funes, cuya memoria puede recoger cualquier detalle, por mínimo que sea, pide al narrador alguno de estos libros, "acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original, porque todavía", dice, "ignoro el latín»"; éste le presta, no sin reserva y justificado escepticismo, el diccionario de Quicherat y el mencionado volumen de Plinio. Sorprendentemente, al cabo de siete días, cuando el narrador acude a reclamarle sus libros por tener que partir inesperadamente, encuentra a Ireneo hablando en latín:

"Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa no­che, supe que formaban el primer párrafo del vigésimo­cuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis histo­ria. La materia de ese capítulo es la memoria; las pala­bras últimas fueron ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum (...)
Ireneo empezó por enumerar, en latín y en español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis Historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles (...)". ("Funes el memorioso", en Ficciones [Obras Completas, tomo I. Barcelona, 1989, pp. 487-488])

Así pues, lo que bien podría haber sido un ensayo acerca de los prodigios de la memoria ha quedado convertido en una emotiva ficción con característi­cas de mito. De nuevo otra tensión, esta vez entre ensayo y fabulación, cuya separación presenta límites difusos. Es reseñable, por último, que Borges utilice para este relato los volúmenes de Plinio en latín, sabiendo que también conoce la traducción inglesa[13]. Saber latín no era para Borges una cuestión baladí. Su aprendizaje de la lengua de Virgilio en Ginebra, y la posibilidad de acceder a sus textos marcó al autor para toda la vida. Pero conviene hacer ver que este amor por la erudición clásica es indisociable de su admiración por las literaturas francesa, inglesa y alemana, cuya lectura no está desprovista de cierto desdén por la prosa española[14]. En este sentido, la literatura inglesa sirve, a su vez, de inagotable fuente de referencias a obras latinas transmisoras de maravillas[15].

Borges y los antiguos portentos. Hacia el relato fantástico de Gelio

Cuando las casualidades, los encuentros esporádicos, se vuelven previsibles, es cuando podemos pensar en una vaga forma de conocimiento. Cabía hacer la deducción de que Borges, maestro de lectores, hubiera compartido con Bioy la lectura de Gelio. El problema era el de encontrar datos positivos de esa incierta lectura en un autor que vela y distorsiona de manera intencional sus precursoras fuentes de inspiración. Ya en otro lugar he señalado algunas afinidades entre Borges y Gelio, como el consabido amor a la erudición y, sobre todo, ciertos juegos de ficción a partir de esa misma erudición. Así las cosas, una lectura más detenida de Borges delató un ejemplo concreto de esa conciencia del autor latino. Se trataba del prólogo a las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, donde se cita un curioso episodio transmitido por Gelio:

“Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John Wilkins, inventor de una lengua universal, su Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía? En las Noches áticas de Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un vehículo de mecanismo análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna.” (J.L. Borges, “Ray Bradbury, Crónicas Marcianas”, en Prólogos con un prólogo de prólogos, Obras Completas IV, Barcelona, 1996, p. 28)

La referencia, como vemos, es mínima, y sólo aparece el dato preciso de una noticia fantástica referida por Gelio: ¡una paloma de madera que vuela! No podemos menos que citar el texto que sirve de fuente:

“Sobre historias fabulosas que Plinio el Viejo atribuye de forma ignominiosa al filósofo Demócrito; y, asimismo, sobre el artificio de una paloma voladora de madera.

Hay un libro de Demócrito, uno de los más respetables filósofos, sobre la fuerza y la naturaleza del camaleón, que Plinio el Viejo, en el libro vigésimo octavo de su Historia Natural[16], afirma haber leído, de manera que transmite como si fueran de Demócrito muchas cosas absurdas e insoportables de escuchar. Entre otras, recordamos unas cuantas aun sin ganas, pues es asunto bastante tedioso: el gavilán, la más rápida de entre las aves, si por un azar vuela por encima de un camaleón que repta sobre el suelo, es atraído y cae a tierra por acción de algún tipo de fuerza, y se ofrece voluntariamente para ser descuartizado por el resto de las aves. También aparece esta peculiaridad que va más allá de lo creíble: si se quema con leña de roble la cabeza y el cuello del camaleón, surgen de repente lluvias y truenos, y esto sucede también si se quema el hígado del mismo animal sobre el techo de una casa. O la siguiente tontería, que, por Hércules, dudé si ponerla –así de risible es su insensatez- salvo por esta razón, porque me dio la oportunidad de decir lo que pensamos ante los engañosos reclamos de este tipo de mentiras, con las que muchos ingenios aparejados se ven atrapados y se someten a su pernicioso efecto, en especial aquellos que están deseando aprender. Pero vuelvo a Plinio. Dice que si el pie izquierdo del camaleón se tuesta con una hierba del mismo nombre del animal mediante hierro calentado al fuego, y uno y otra se maceran mediante un ungüento, se amasan como si fueran pastelillos, y luego se echan en un vaso de madera, esto que porta el vaso, si se vierte a la vista de todos, se vuelve invisible.
No creo que estos portentos y asuntos increíbles transcritos por Plinio sean dignos de Demócrito, como eso que el propio Plinio asegura en su décimo libro[17], que Demócrito dejó escrito que hay ciertas aves dotadas de habla y que con la mezcla de su sangre nace una serpiente; si alguien la tomara, podría interpretar las lenguas y las conversaciones de las aves.
Parece que muchos de estos comentarios han sido atribuidos por personas necias a Demócrito, aprovechando como refugio su prestigio y autoridad. Mas esto que, según se dice, ideó y fabricó Arquitas el Pitagórico, no debe parecer ni menos admirable ni vano. Así pues, muchos de los griegos notables y Favorino el filósofo, uno de los más fieles seguidores de las viejas memorias, afirmaron sin temor a equivocarse que Arquitas había fabricado una paloma de madera que había volado gracias a cierto ingenio mecánico; ciertamente se mantenía suspendida en equilibrio y se movía gracias a una corriente de aire en ella encerrada y oculta. Me apetece, por Hércules, citar las palabras del mismo Favorino relativas a un asunto tan increíble: “Arquitas, de Tarento, que tenía, entre otras cosas, conocimientos de mecánica, construyó una paloma voladora de madera. Siempre que se posaba ya no remontaba el vuelo ***” (Aulo Gelio, Noches Áticas 10,12 –traducción de F. García Jurado-)

Apreciamos cómo Gelio refiere con escepticismo diferentes noticias curiosas, en buena medida absurdas, que para un lector antiguo serían hechos fabulosos, sorprendentes, mientras que para un lector moderno podrían entenderse perfectamente dentro del terreno siempre difícil de los hechos fantásticos. Borges utiliza, precisamente, la última de las noticias referidas, la de la paloma de madera que vuela, en su reflexión sobre los viajes a la luna. A este respecto, cabría haber incurrido en referencias antiguas más esperables, como la del propio viaje a la luna narrado por Luciano de Samosata en sus Historias verdaderas, precursoras de Swift. Sin embargo, con Borges asistimos, una vez más, al dato recóndito que nos lleva a imaginar en la paloma de madera de Gelio el prototipo de la nave espacial. Borges está releyendo una vieja noticia fabulosa dentro de un nuevo contexto propio de la moderna literatura fantástica y de la ciencia ficción. Estamos, de hecho, ante una lectura muy diferente de las que hemos visto en Cortázar y Bioy, verbal y vital, respectivamente. Esta nueva lectura, la de Borges, pondría a Gelio en una suerte de antología de textos antiguos susceptibles de ser leídos como relatos fantásticos desde la modernidad. Los relatos de Luciano, la novela de Apuleyo, algunos pasajes de Petronio, como el del hombre-lobo (versipellis), la carta de Plinio el Joven sobre los fantasmas, los datos curiosos de Plinio el Viejo, precursores de los bestiarios medievales, o algunos textos que de manera escéptica nos ha transmitido el propio Gelio son parte fundamental de esta antología inminente que nutre la imaginación moderna. A esta cuestión de la relación entre la literatura latina y los modernos relatos fantásticos dediqué y sigo dedicando mis esfuerzos desde el año 1999[18]. Como casi siempre, la escueta referencia que Borges hace de Gelio no es baladí, sino el indicio certero de una relectura moderna. De hecho, la primera vez que me acerqué a un libro de Borges me resultó muy sorprendente encontrar un cuento, “Funes el memorioso”, inspirado, precisamente, en los datos prodigiosos que Plinio el Viejo cuenta acerca de la memoria en el libro VII de su Naturalis Historia. No hay que olvidar que Gelio es buen lector de Plinio, y que también se hace eco de estos hechos prodigiosos en el capítulo 17 del decimoséptimo libro de sus Noches:

“Quinto Ennio decía tener tres corazones, dado que sabía hablar en lengua griega, osca y latina. Mitrídates, por su parte, famoso rey del Ponto y de Bitinia que fue vencido por Gneo Pompeyo, manejaba perfectamente las lenguas de los veinticinco pueblos que tenía bajo su gobierno, y jamás habló con súbito alguno suyo por medio de intérpretes. Siempre que se daba la ocasión de llamar a alguno de ellos, utilizaba la lengua de aquel mismo con no menos destreza que si fuera un paisano suyo.” (Aulo Gelio, Noches áticas 17, 17 -trad. de F. García Jurado-)

Curiosamente, tanto este capítulo de Gelio como el cuento de Borges nacen de un mismo texto de la Naturalis Historia. Mientras Gelio lo lee como asunto portentoso, Borges lo convierte en materia fantástica[19]. Pero el uso de Gelio para nutrir modernos relatos fantásticos deparaba más sorpresas imprevistas. Gracias a la publicación de la “Biblioteca Personal Jorge Luis Borges”, colección argentina que apareció a finales de los años 80 en España, tuve ocasión de conocer un raro autor francés que murió a comienzos del siglo XX. Se trataba de Marcel Schwob, y en la colección se incluían sus Vidas imaginarias. Me sorprendió el excelente conocimiento filológico que este autor demostraba al reinventar las vidas de algunas personas reales, como Empédocles, Lucrecio o Petronio. Borges declaraba en el lúcido prólogo al libro que Schwob había sido una de las fuentes no declaradas de su Historia universal de la infamia. Ya no dejé de leer a Schwob. Descubrí que este autor había desafiado a la historia literaria creando imaginarios deslumbrantes: inventó unos nuevos Mimos de Herodas, estudió con pasión el argot del poeta francés Villon, y releyó textos antiguos a la luz de Poe. En particular, acudió a las Noches áticas para escribir dos cuentos fantásticos. Uno de ellos, “Breatrice”, en la más pura tradición del cuento “Berenice” de Poe, está inspirado en un hermoso dístico atribuido a Platón que nos ha transmitido Gelio. En el propio cuento se narra el encuentro de este peculiar poema en las páginas de un “gramático de la decadencia”, que no es otro que Gelio. Otro de sus cuentos, “Las vírgenes milesias”, se inspira en una escueta noticia de Gelio en la que narra cómo las jóvenes de Mileto fueron presa de una extraña plaga que las conducía insensatamente al suicidio.[20] Schwob tuvo gran predicamento en Argentina a partir de los años 30, que fue cuando Borges decidió publicar algunas de sus vidas imaginarias en la Revista Multicolor. Por tanto, no menos admirable me pareció la aparición de Gelio en Cortázar que descubrir luego cómo un escritor francés de finales del siglo XIX se inspiraba en sus textos para construir fabulosos relatos de misterio. Estaba descubriendo, ciertamente, senderos insospechados por los que transcurría la literatura y de los que nadie me había hablado jamás.

[1] Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1990.
[2] Pilar Tejero, en un documentado artículo titulado “El precedente literario del microrrelato: la anécdota en la Antigüedad clásica” (Quimera 211-212, 2001, pp. 13-19), cita a Borges, Bioy Casares y Monterroso, entre otros.
[3] "Fedro parla piú volte della propria brevitas (2 prol. 12; 3 epil. 8; 4 epil. 7). I 3, 10, 59 sg. si difende dall'accusa di brevità eccessiva." (Michael Von Albrecht, Storia della letteratura latina. Da Livio Andronio a Boezio I-III, Torino, Einaudi, 1995-1996, p. 1004).
[4] "Mas si me agradase intercalar algo, / para que la variedad de los dichos deleite los sentidos, / desearía que lo recibas de buen grado, lector. / De tal forma, la brevedad compensará ese favor. / Y para que la recomendación de esto no sea superflua, / presta atención a porqué debes negar a los ávidos / y otorgar a los moderados lo que no han pedido".
[5] Fue publicada en el Diario de Valencia el 23 de octubre de 1799 (Menéndez Pelayo, Bibliografía..., tomo III, p.350).
[6] Es prácticamente el verso tercero de la fábula de Fedro: Vacca et capella et patiens ovis (...).
[7] Monterroso señala el absurdo de la fábula de Fedro, donde se nos escapa ciertamente el sentido último que puede tener el hecho de que unos animales herbívoros tengan interés en la caza de un ciervo. Nótense también los ecos literarios del texto.
[8] Recuérdese el verso 5 de Fedro: cervum vasti corporis.
[9] Es decir, las enumeradas en los versos 7 a 10 de la fábula de Fedro.
[10] "El protagonista de la fábula es el universal, como lo prueba el que ya lleve artículo determinado en su agnición o primera aparición; sólo el universal, por cuanto comporta el acto intencional que refleja la mención sobre la lengua misma, constituye, en efecto, en «personaje» un ser ya conocido por todo oyente: «el cordero bajó a beber al río; el lobo,, que estaba bebiendo aguas arriba de él, le dijo...». El protagonista del cuento es, en cambio, un particular individual indefinido, como lo prueba el que su mención de agnición se componga de un nombre común precedido de artículo indeterminado: «Había una vez un molinero que tenía una mujer joven y hermosa...» (...)" (Rafael Sánchez Ferlosio, "Un esquema", en EL PAÍS, 24-VIII-1996).
[11] Publicado por la Universidad Autónoma de México.
[12] Tomado del sabrosísimo artículo de Augusto Monterroso titulado "Mi relación más que ambigua con el latín", publicado en Diario 16 el 26 de mayo de 1990, y reeditado ahora en su libro La vaca (Madrid, Alfaguara, 1998, pp. 83-87).
[13] Así lo podemos ver en "El Aleph": "(...) vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, de la Philemon Holland (...)" ("El Aleph", en El Aleph [op.cit., tomo I. p. 625]).
[14] "Pero no pasó lo mismo con la prosa. Algunos como Azorín, Valle Inclán y Unamuno fueron muy leídos, pero nunca con esa admiración entregada que supieron despertar los poetas. En realidad la cultura literaria de América Latina, desde las guerras de la independencia, se rebela contra España y se embebe de las literaturas de Francia, Inglaterra y Alemania. Entramos en el siglo XX mucho más cerca de la Europa transpirenaica que de España. La aparición de escritores como Borges o Lezama Lima, con una erudición tan universal, se relaciona con cierta antihispanidad literaria" (Abel Posse, "Borges y la literatura española", ABC 29-X-95).
[15] Esta cuestión la hemos estudiado en nuestro artículo “Plinio y Virgilio: textos de la literatura latina en los relatos fantásticos modernos. Una página inusitada de la Tradición Clásica”, CFC (E.Lat) 18, 2000, pp. 163-216.
[16] Plinio el Viejo, Historia Natural 28, 112.
[17] Plinio el Viejo, Historia Natural 10, 137.
[18] En noviembre de 1999 impartí en Argentina, concretamente en las universidades Nacional de Rosario y Nacional de Tucumán una conferencia con el título “Literatura fantástica moderna y literatura latina: claves de una relación compleja”. Aquellos días han quedado para siempre ligados a mis amigos los profesores Alba Romano, Estela Assis y Rubén Florio.
[19] F. García Jurado, “Plinio y Virgilio: textos de la literatura latina en los relatos fantásticos modernos. Una página inusitada de la Tradición Clásica”, CFC (Lat) 18, 2000, pp. 163-216.
[20] F. García Jurado, Marcel Schwob. Antiguos imaginarios, Madrid, 2008.

COMENTARIOS NO ACADÉMICOS: VIEJAS Y NUEVAS QUERELLAS


Especialmente preciosos para nuestra historia no académica de la literatura resultan los comentarios que sobre algún aspecto de las letras antiguas pueden encontrarse, casi siempre de una forma inesperada, en algunas de nuestras más queridas novelas, que en ese momento adoptan la forma de un ensayo. Sabido es, en lo que concierne a los comentarios en que un texto moderno acerca de algún aspecto de la literatura clásica, que éstos no son, ciertamente nuevos, pues las encontramos desde la propia Antigüedad a la "Querelle" de los antiguos y los modernos que tuvo lugar en el siglo XVII y pervivió hasta un siglo después. En este sentido, resultan muy significativas por su diversidad e imaginación las críticas y comentarios que encontramos en los textos desde finales del siglo XIX. Uno de los ejemplos más conmovedores y señeros nos lo ofrece Thomas Mann, quien en su novela La montaña mágica nos hace asistir a un ácido diálogo entre dos de sus personajes esenciales que encarnan posturas ideológicas opuestas: Settembrini, un italiano partícipe de los presupuestos del positivismo y convertido voluntariamente en preceptor del joven protagonista de la novela, Hans Castorp, y el oscuro Naphta, por lo demás profesor de latín. Será una simple broma de cierto tono pedante la que desencadenará toda un polémica de profundo alcance que tiene como motivo la valoración del poeta Virgilio:

"Dijo en broma (sc. Settembrini):
-¿Qué he oído, ingeniero? ¿Qué rumor es ese que ha llegado hasta mis oídos? ¿Va a volver Beatrice? ¿Vuestra guía a través de las nueve esferas giratorias del paraíso? ¡Espero que, a pesar de eso, no desdeñará completamente la mano amistosa de su Virgilio! Nuestro eclesiástico, aquí presente, le confirmará que el universo del medievo no queda completo si falta, al misticismo franciscano, el polo contrario del conocimiento tomista.
Todos rieron al oír tan chusca pedantería y miraron a Hans Castorp, que también se reía y que levantó su copa de vermut a la salud de su Virgilio.
Difícilmente puede creerse el inagotable conflicto de ideas que debía producirse, a la hora siguiente, a causa de palabras inofensivas y rebuscadas de Settembrini, pues Naphta, que en cierta manera había sido provocado, pasó inmediatamente al ataque y arremetió contra el poeta latino -que Settembrini adoraba notoriamente- hasta colocarle por debajo de Homero; Naphta había manifestado más de una vez su desdén por la poesía latina en general, y aprovechó de nuevo, con malicia y rapidez la ocasión que se le ofrecía.
-Constituía un prejuicio del gran Dante -dijo- eso de rodear de tanta solemnidad a este mediocre versificador y concederle, en una significación demasiado masónica. ¿Qué tenía de particular ese laureado cortesano, ese lamedor de suelas de la casa Juliana, ese literato de metrópoli y polemista de aparato, desprovisto de la menor chispa creadora, cuya alma, si la poseía, era seguramente de segunda mano, y que no había sido, en manera alguna, poeta, sino un francés de peluca empolvada de la época de Augusto?
Settembrini no dudó de que su honorable interlocutor poseía medios de conciliar su desprecio hacia el período romano de la más alta civilización con sus funciones de profesor de latín. Pero le parecía necesario llamar la atención de Naphta sobre la contradicción más grave que se desprendía de tales juicios y que le ponían en desacuerdo con sus siglos preferidos, en los cuales no solamente no se había despreciado a Virgilio, sino que se le había hecho justicia bastante ingenuamente, convirtiéndole en un mago y un sabio.
-Es en vano -replicó Naphta- que Settembrini llame en su socorro a la ingenuidad de esa joven y victoriosa época que había demostrado su fuerza creadora hasta la "demonización" de lo que vencía. Por otra parte, los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de poner en guardia contra las mentiras de los filósofos y de los poetas de la antigüedad, y en particular contra la elocuencia voluptuosa de Virgilio. ¡Y en nuestros días, en que termina una era y aparece un alba proletaria, se es favorable a esos sentimientos! M. Lodovico podía estar persuadido -para zanjar la cuestión- de que él, Naphta, se entregaba a su profesión privada, a la que había aludido, con toda la reservatio mentalis conveniente. No era más que por ironía por lo que participaba en un sistema de educación clásica y oratoria al que el mayor optimismo no podía prometer más que algunos decenios de existencia.
-Usted los ha estudiado -exclamó Settembrini-, usted ha estudiado a costa del sudor de su frente a esos viejos poetas y filósofos; usted ha intentado apropiarse su preciosa herencia, de la misma manera que usted ha utilizado el material de construcción antiguo para sus casas de piedra. Habéis comprendido que no seríais capaces de producir una nueva forma de arte con las solas fuerzas de vuestra alma proletaria, y habéis confiado en derrotar a la antigüedad con sus propias armas. ¡Eso es lo que pasa siempre! Vuestra juventud inculta deberá estudiar en la escuela lo que vosotros desearíais poder desdeñar y hacer que los demás desdeñasen, pues sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y no hay más que una sola cultura, la que llamáis cultura burguesa, que es la cultura humana. ¡Y os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a las humanidades!" (La montaña mágica, trad. de Mario Verdaguer, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, pp.521-523)

No deja de ser tristemente paradójico el hecho de que sea un profesor de latín quien haga un alegato tan negativo contra Virgilio y la Tradición Clásica. Los ecos de la "Batalla entre los clásicos y los modernos" dan la impresión no sólo de reaparecer en este nuevo contexto cultural, tan alejado ya del s. XVII, sino incluso de recrudecerse. De hecho, cuando los gustos estéticos dan un cambio de dirección y se vuelven contra el canon, son los autores clásicos los primeros en convertirse en el blanco del desprecio. En el texto de Thomas Mann, Naphta reduce a Virgilio a un mero plagiario artificioso a quien Dante ensalza y confiere, en su opinión, un sentido anacrónicamente masónico, creemos que el mismo que Gabriele Rossetti atribuyera precisamente al poeta de la Divina Comedia[1]. En estos ecos de la "Querelle" no debe olvidarse un hecho fundamental: Homero fue el blanco preferido de los ataques de los modernos, deudores del refinamiento francés de la época de Luis XIV. Virgilio, intencionadamente calificado por Naphta como "ese francés de peluca empolvada de la época de Augusto", va a ser ahora el objetivo de la violencia intelectual del profesor de latín. Recordemos que éste ha llegado incluso a ponerlo por debajo de Homero, recuperado ya estéticamente desde los siglos XVIII y XIX merced a su conexión con los nuevos ideales de la época, mientras que Virgilio ha sufrido la erosión propia de la épica culta. Por lo demás, Virgilio, como Dante, representa la encarnación de un canon europeo que define una forma de cultura, la burguesa, que ha entendido hasta la Segunda Guerra Mundial aún lícitamente sus propias categorías como universales[2].
Ahora quiero hablar sobre uno de los más fabulosos comentarios que jamás haya encontrado en en un autor moderno acerca de un libro antiguo.

Bioy Casares y las Noches Áticas. Hacia el clásico cotidiano

Tenía y tengo por costumbre dar una vuelta siempre que puedo por la librería de mi Facultad (ahora era la de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense), donde, entre las novedades que se agolpan cada semana, puede aparecer algún tesoro, al margen de que sea o no una novedad. No había leído mucho a Bioy Casares, para mí el inigualable compañero literario de Borges, y por eso me acerqué a un volumen recopilatorio de reflexiones que me brindó un dato absolutamente inesperado. ¡Bioy Casares reconocía abiertamente su afecto por las Noches áticas!:

“Pocos objetos materiales han de estar tan entraña­blemente vincula­dos a nuestra vida como algunos libros. Los queremos por sus enseñanzas, porque nos dieron pla­cer, porque estimularon nuestra inteligencia, o nuestra imaginación, o nuestras ganas de vivir. Como en la rela­ción con seres humanos, el sentimiento se extiende tam­bién al aspecto físico. Mi afecto por las Noches Áticas de Aulo Gelio, dos tomitos de la vieja Biblioteca Clási­ca, abarca el formato y la encuadernación en pasta espa­ñola.” (“A propósito de El libro de Bolsillo de Alianza Editorial y sus primeros mil volúmenes”, en D. Martino, ABC de Adolfo Bioy Casares, Alcalá de Henares, 1991, p. 179)

Quienes escriben la Historia saben perfectamente que algunos datos, antes o después, pueden convertirse en grandes acontecimientos debido a su trascendencia para el porvenir. Yo supe de inmediato que esta información iba a resultar fundamental para mi peculiar historia, aún no trazada, de la lectura moderna de Gelio. Volvía a ser sorprendente, como en Cortázar, que un autor latino no muy conocido fuera ocasión de cita tan elogiosa por parte de uno de los grandes cultivadores del relato fantástico moderno. El testimonio ofrecía datos preciosos, en especial el de la traducción al castellano de las Noches en la benemérita editorial Hernando. Se trataba de la misma versión que había utilizado y citado Cortázar en Rayuela. Ya durante mis lecturas de Cortázar había descubierto que la traducción de Hernando no estaba en venta ni se encontraba en la biblioteca de la universidad, por lo que había que acudir como último recurso a la Biblioteca Nacional para poder consultarla. Debía volver a revisar esos dos pequeños libros que, según Bioy, habían estimulado sus ganas de vivir. Fue en el salón de lectura de la Biblioteca Nacional de Madrid donde accedí por vez primera a los libros de Gelio traducidos al castellano. Tenían mucho de familiar para mí. Eran tomos de la Biblioteca Clásica Hernando, que abundaban en casa de mis abuelos (algunos de ellos incluso cosidos a mano por mi propia abuela, que procedía de arraigada familia de encuadernadores). Había crecido viendo sus lomos, incluso antes de saber leer. Primero percibí el color amarillento de las tapas, luego su olor, mezcla de dulzor y humedad, y finalmente sus títulos: Homero, La Ilíada, o Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Los tomos de Gelio que me sirvieron en la Nacional estaban encuadernados en pasta española, como decía Bioy. Eran del año 1893 y los había editado la Librería de la Viuda de Hernando y Cª. El traductor era Francisco Navarro y Calvo, cuyo mérito era el de haber vertido por vez primera casi todo Gelio al castellano. Comprobé enseguida que era de esta traducción de donde Cortázar había tomado también su cita de Gelio para Rayuela. Intuí a partir de estos escasos datos que el vehículo de transmisión de la obra latina hasta estos dos gigantes de la literatura argentina había sido el mismo: la traducción de Francisco Navarro. Bioy, además, elogiaba el propio formato físico de los tomitos. No pude menos que recordar un famoso poema de Menéndez Pelayo dedicado a un libro viejo de Horacio. En las palabras de Bioy había, además, una actitud de admiración vital por Gelio, alejada del sentido reverencial que suele destinarse a los clásicos. Esa actitud me recordaría después la misma que tiene, por ejemplo, Italo Calvino con respecto a autores como Plinio el Viejo u Ovidio. Creo que esa actitud no reverencial crea una nueva idea de clásico, que he llamado de “clásico cotidiano”. En otro lugar[3] señalé sus características:

-La lectura de un clásico está muy ligada a la experiencia vital. Así lo vemos explícitamente en Bioy cuando vincula a la vida la obra de Gelio incluso como objeto.

-Frente al canon académico de la historia literaria, que provoca la actitud de hastío, los clásicos se ordenan, a manera de antología, en una biblioteca personal de lecturas. Gelio entra perfectamente en esta categoría.

-La literatura tiene una función educadora esencial (enseñanza para la vida), paradójicamente no ligada de forma necesaria al paso por la escuela. De hecho, el conocimiento de algunos clásicos puede remontarse a la edad escolar (Virgilio), pero no el de todos, como es el caso de Gelio.

-Finalmente, frente a la lucha agonística por la originalidad y la superación de los modelos (la conocida tensión entre romanticismo y clasicismo), los clásicos se convierten en relajados compañeros de viaje. No tiene sentido el empeño romántico de superar a Virgilio o a Gelio, pues son, ante todo, una grata compañía. Frente a los caducos esquemas de la influencia o la imitación, el siglo XX nos trae la capacidad de dialogar casi de tú a tú con estos autores antiguos.

No fue fácil, tuve que esperar pacientemente muchos años hasta lograr esta edición castellana de las Noches áticas de la que con tanto cariño hablaba Bioy y que sólo me era dado contemplar de vez en cuando en la Nacional. Sería en el año 2001, en una librería de viejo de Madrid. El libro que adquirí no está encuadernado en pasta española, sino en una encuadernación editorial granate hecha de tela y decorada con bonitos dorados en el lomo. Para aquel entonces ya sabía que no se trataba de un simple libro, sino de un instrumento de felicidad. Leer a Gelio en castellano por mero placer suele resultar una experiencia gratificante para cualquier buen lector. Ofrece la ventaja de que puede hacerse una lectura salteada, motivada meramente por la curiosidad de saber. Esta libertad lectora recuerda, ciertamente, la experiencia de algunos libros modernos de prosa miscelánea, como pueden ser Los complementarios de Antonio Machado, ciertas obras de Joan Perucho y Francisco Ayala, los preciosos textos de Augusto Monterroso (que también cita a Gelio) o incluso algunos libros del propio Bioy Casares. Este es el caso de su libro titulado Descanso de Caminantes (Sudamericana, Buenos Aires, 2001), donde se suceden sin más continuidad que un cierto desorden de escritura recuerdos, reflexiones y curiosidades varias. Es una obra que se mueve entre los Ensayos de Montaigne y las Noches de Gelio, como después tendremos ocasión de comprobar. Cabe pensar, naturalmente, cuál es el encanto de esa prosa que fluye en libertad sin atender a mayores requerimientos que los del mero azar y el ocio de escritor. En Gelio parecen estar algunos de esos resortes más atemporales de nuestra relación con el saber, como la sana curiosidad y el deleite. Simplemente el acto de elegir un capítulo porque ha llamado nuestra atención es ya de por sí una razón de mayor peso que la de tantas lecturas obligadas y aburridas que se hacen por motivos menos claros que los del mero placer. Nuestras mejores lecturas, nuestras mejores vivencias tienen mucho de lo que digo, y desde este punto de vista las misceláneas antiguas encuentran un factor común de comparación con las modernas.

[1] A esta interpretación excesiva, o sobreintepretación, ha dedicado Umbeto Eco uno de sus recientes trabajos: "La sobreinterpretación de textos", en Interpretación y sobreintepretación, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, especialmente pp.57-64.
[2] Rubén Florio (“Trasiegos de la épica. Epopeya clásica y narrativa latinoamericana contemporánea”, Res Publica Litterarum. Studies in the Classical Tradition 21, [n.s.], 1998, pp. 106-120) recoge una interesante observación de Carlos Fuentes, quien ve en Thomas Mann el autor culminante de la novela burguesa europea, dado que todavía entiende “lícitamente” las categorías de su cultura como universales. Sobre la función de Homero y Virgilio como representantes de esa cultura burguesa en la literatura moderna. Véase nuestro artículo “Homero y Virgilio desde la literatura burguesa moderna: entre Hermann y Dorotea, de J.W. Goethe, y La montaña mágica, de Th. Mann”, Cuadernos del Sur-Letras 31, 2001, pp. 37-55.
[3] F. García Jurado, “«Clásicos cotidianos», o libros que ayudan a vivir. Entre Virgilio e Italo Calvino”, Humanística 13, 2002-2003, pp. 11-19.

martes, 25 de noviembre de 2008

TEXTOS. CITAS Y "MATERIALES CRUDOS"


Vamos ahora a comentar los encuentros complejos que se producen a partir del uso de textos concretos, a manera de citas literarias. Ya os he contado cómo, desde la dualidad de la palabra escrita como “palabra muerta” y de la palabra oral como “palabra viva”, la cita, como lectura selectiva de un texto previo, puede proporcionar al nuevo texto y contexto donde se recoge una suerte de efecto polifónico, al tratarse de una voz nueva. Cuando los textos clásicos aparecen, bien en su versión original, bien en traducción, junto a los textos modernos, lo hacen en calidad de texto injertado –y no siempre entre comillas- o como texto anejo. Uno de los casos más conocidos de esta relación es el del poema latino que Mar­gue­rite Yourcenar pone al comienzo de su novela titulada Memorias de Adriano, que no es otro que una composición de ese poeta novellus que fue el mismo emperador:

Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos...

P.AELIUS HADRIANUS, Imp.

(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. de Julio Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1984)

Al final de la novela, nos encontraremos con los versos traducidos e insertados en la prosa (la cursiva es mía):

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...” (o.c. p. 236).

A este respecto, tendría mucho interés emprender un estudio de lo que podemos denominar la tipología de la cita clásica en los textos modernos, donde hay una serie de variables significativas, como son la lengua en que se cita, la precisión y fidelidad al texto original, los límites difusos o no de la cita con respecto al texto moderno, etc. Por otra parte, en lo que a los textos anejos respecta, estamos igualmente ante una compleja manifestación de títulos de novela, de poema, de citas iniciales o finales, o citas en nota a pie de página de un sinfín de textos clásicos en las obras modernas, lo que coloca a la literatura antigua en una inquietante situación de literal marginalidad. A este respecto, resulta interesante la presencia de los textos clásicos como apéndices o notas, subordinados, pues, al texto moderno en una jerarquía superior. Una circunstancia de este tipo puede encontrarse en una larga cita de un texto latino de Ovidio que podemos encontrar en La tierra baldía (The waste land), del poeta norteamericano y luego nacionalizado británico T. S. Eliot. En nota final al verso 218 de la última parte, la titulada "Lo que dijo el fuego", aparece el pasaje ovidiano sobre Tiresias perteneciente al libro III de las Metamorfosis en su versión original latina:

"Tiresias, aunque simple espectador y no realmente un «personaje», es sin embargo el personaje más importante del poema, uniendo todo lo demás. Igual que el mercader tuerto, vendedor de grosellas, se funde en el Marinero Fenicio, y éste no es del todo distinto de Ferdinando, Príncipe de Nápoles, así también todas las mujeres son una mujer, y los dos sexos se reúnen en Tiresias. Lo que ve Tiresias, en efecto, es la sustancia del poema. Todo el pasaje de Ovidio es de gran interés antropológico:

«...Cum Iunone iocos (...)»"

(T.S.Eliot, nota al verso 218 de "El sermón del fuego", en La tierra baldía. Trad. de Fernando Gutiérrez y José María Valverde, Barcelona, Orbis, 1985, p.151)

El uso de la nota con intención literaria incorpora ésta a lo que podemos considerar como el todo de la obra de Eliot, convirtiéndolo así en parte inseparable[1]. Finalmente, vamos a destacar lo que podemos denominar las incrustaciones de textos clásicos, de lo que nos ofrece buenos ejemplos Francisco Ayala. Las lecturas que Francisco Ayala hace de la novela latina, de las cartas de Plinio el Joven y de Tácito resultan un excelente ejemplo de la sutil tensión entre un clásico y la actualidad, que ilustra muy bien Italo Calvino cuando dice que "es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo". En lo que constituye el interesante estudio de las citas ocupa un lugar particular lo que Estelle Irizarry denominó "materiales crudos" para definir los textos heterogéneos que nuestro autor incluye en la segunda parte de su obra miscelánea titulada El tiempo y yo. Resulta curioso observar que en el variopinto conjunto de textos ajenos de que hace acopio figuren autores latinos cuyos textos suscitan en el autor granadino sustanciosas reflexiones en torno a las afinidades entre la Antigüedad y el presente. Como ejemplo, veamos las reflexiones que le merece el siguiente pasaje de Tácito acerca del destino y el azar, tomado de Anales 6,22:

"Después de haberse referido a las habilidades de Tiberio como astrólogo, y a varias profecías relacionadas con él, hace Tácito en el libro VI de sus Anales una digresión sobre el problema del Hado, diciendo que al oír historias tales no sabe qué pensar y duda acerca de si las cosas humanas están regidas por el Hado y la necesi­dad, o dependen del azar. «Encuentra uno que los fundado­res de las grandes escuelas filosóficas de la antigüedad y sus discípulos están en desacuerdo sobre el asunto. Algunos sostienen que los dioses no se ocupan de nuestros finales ni de nuestros comienzos, ni de la especie humana en general. De ahí que con tanta frecuencia veamos sufrir al bueno y prosperar al malvado. Otros creen que las cosas están dispuestas por el Hado, pero que dependen, no de los astros, sino de los principios y secuencias de la causación natural. Así pues, podemos escoger nuestro modo de vida pero una vez escogido ya está determinado el camino a seguir. La adversidad y la prosperidad -piensan ellos- no son cual el vulgo cree, pues muchos que parecen estar en la aflicción son en verdad felices, y muchos son infelices en medio de la mayor riqueza: en el primer caso llevan sus desventuras con valor, y en el último hacen mal uso de su prosperidad. Sin embargo, la mayor parte de la especie humana no está dispuesta a abandonar la fe en que el destino del hombre se encuentra determinado en el momento de nacer. Si algo resulta ser contrario a las profecías, ello será debido a dictámenes engañosos de ignaros videntes, que tienden a desacreditar una ciencia tan bien establecida en los tiempos antiguos como en los modernos.»" (Francisco Ayala, "Causalidad o casualidad", El jardín de las delicias. El tiempo y yo, Madrid, Espasa Calpe, 1978, p. 317)

Ninguna prueba más directa de la vigencia del texto de Tácito como cuando vemos que los "tiempos modernos" (en latín, nostra aetas) bien podrían ser los nuestros, fruto de la tensión entre la "Antigüedad" y el "Presente". En este punto concreto, bien podríamos imaginar que el texto de Tácito estuviera escrito por el mismo Francisco Ayala. Así pues, confundidos el "autor" clásico con el "lector" moderno, tendríamos otra singular polaridad que nos haría pensar en el paradigmático cuento de Borges titulado "Pierre Ménard, autor del Quijote".

Una cita especial: Rayuela y las Noches Áticas

Todo comienza cuando en 1984 adquirí en la Feria del Libro de Madrid una edición de Rayuela de Julio Cortázar. Se trataba de la primera edición académica, dentro de la colección de literatura hispánica de Cátedra, a cargo de Andrés Amorós[2]. Desde el año 63, fecha de la primera edición de la mítica novela, hasta los ochenta, había dado tiempo a la canonización de la obra, sin que por ello perdiera un ápice de su vitalidad: simplemente cambia la nueva generación de lectores que van a revivir la historia. Rayuela cuenta una de las historias de amor, la de la Maga y el protagonista de la novela, más intensas y tristes que jamás se hayan contado: historia de azares, de vértigos y de dolor. La forma de la novela, en especial su estructura, tampoco deja indiferente. Posiblemente sea su estructura lo más impactante para un convencional lector de novelas, dado que, merced a un “Tablero de Dirección”, no nos ofrece una esperable lectura lineal. No obstante, la obra se divide, físicamente, en tres partes: “Del lado de allá”, “Del lado de acá” y “De otros lados (capítulos prescindibles)”. El libro me dejó, ciertamente, boquiabierto. Hoy día, con las nuevas técnicas hipertextuales, no ofrece demasiada dificultad escribir un texto que no sea lineal. En realidad, Rayuela es una obra que fue por delante de su tiempo en muchos aspectos, y también en el relativo al propio soporte en papel. Mi curiosidad por saber cómo era una novela que no se leía linealmente quedó plenamente satisfecha. Ahora bien, hubo algo que por mínimo e inesperado sembró en mí por aquel entonces una nueva inquietud de lector: precisamente, dentro de los llamados “capítulos prescindibles”, conjunto variopinto de materiales a menudo dejados allí en estado crudo, y que iban tendiendo llamadas constantes a los capítulos de la parte primera y segunda, observé que se había trascrito la traducción de un texto latino procedente de un autor que aún no conocía: era Aulo Gelio. Una breve nota a pie de página que había puesto el editor aclaraba la época en que este autor había vivido y el título de su única obra: las Noches áticas. Creo que uno de los mayores placeres de un lector es ese momento previo al encuentro físico con un libro, cuando sólo sabemos de él su título. Conviene recordar que uno de los aspectos más logrados de la obra de Gelio es, precisamente, su título, donde se presenta un tiempo (“las noches”) teñido de la magia y la nostalgia de un lugar (“áticas”). Se trata del tiempo dedicado a la plenitud del estudio, la vigilia, en el lugar que representa por excelencia lo mejor de nuestra civilización. A partir de ese título, de esa puerta que sirve como reclamo, nos ponemos a imaginar cómo serán los momentos felices de su lectura. Nos vemos a nosotros mismos en los lugares habituales de nuestra vida fijando la mirada en unas páginas y unas líneas que todavía no están a nuestro alcance. Sí, las Noches áticas parecían una obra prometedora, y en ella, sorprendentemente, se nos iba a contar todo tipo de datos y anécdotas, según le viniera en gana a su autor. Cortázar compara su Rayuela con un Liber fulguralis, de imprecisas y desordenadas páginas, y Gelio dice que sus Noches pueden leerse ordine fortuito, es decir, al azar. No tardé en poner en relación esa libertad expositiva del autor latino con la propia estructura no lineal de Rayuela. No tardaron tampoco en fijarse en mi cabeza dos preguntas, casi dos enigmas, que iban a llevarme, con el tiempo, por derroteros insospechados. La primera pregunta era: ¿por qué aparece un texto de Gelio en la obra de Cortázar? Naturalmente, cabían muchas respuestas. La más inmediata era, simplemente, que fuera una mera casualidad, pero el propio contenido de la cita, del que todavía no he hablado, me llevaría a conclusiones diferentes. La segunda pregunta era esta: si las coincidencias estructurales entre una obra y otra no son fortuitas, ¿cómo ha llegado a Cortázar el conocimiento de las Noches áticas y de su estructura no lineal? No era improbable este conocimiento, dada la cultura interminable de Cortázar. Él mismo ha dejado en otros lugares testimonio de ese saber sobre los antiguos, como en la recreación de los famosos versos de Adriano (animula, vagula, blandula...) que se pueden encontrar evocados en Rayuela. Se trata de los mismos versos que abren la novela Memorias de Adriano, de Yourcenar, y que Cortázar tradujo para la editorial Edhasa. Probablemente, Adriano es el emperador bajo cuyo mandato vivió el propio Gelio, y hay un pasaje de la novela de Yourcenar donde cabe recordar, disimulado en el fluir de la prosa poética y memorialista, hasta el título mismo de la obra de Gelio:

“Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir.” (Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano. Trad. de Julio Cortázar, Barcelona, 1984, p. 124)

Por poner otro ejemplo relativo a la interminable cultura de Cortázar, el personaje clave de Rayuela tiene intencionadamente el nombre de Horacio, motivado por el propio poeta romano de la época de Augusto. No falta en Rayuela, por cierto, tampoco el gorrión de Lesbia, cuya muerte inmortalizó Catulo. Mientras escribo estas líneas, veintitrés años más tarde, aquellos enigmas aparecen ahora resueltos y encarnados en varios libros que guarda mi biblioteca, y que iré presentando con calma.
Puedo decir, y no me causa rubor, que la lectura de Cortázar me llevó a la de Aulo Gelio. Acudí presuroso a la Biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid y consulté la edición latina de los Oxford Classical Texts, con sus dos tomos de Gelio[3], en la idea completamente infundada de que su latín sería muy fácil y no me haría más falta que la esporádica ayuda de un diccionario. No me fue tan sencillo penetrar en la obra como había creído en un principio. Sin embargo, allí podía ver noticias varias que debía ¡yo mismo! organizar en mi cabeza para conferir un sentido a aquella lectura. Se me ocurrió, y no me equivoqué, que debía articular una estrategia de lectura: comenzaría buscando datos sobre un tema concreto. El que más me llamó la atención fue el de Alejandro Magno, en especial la traducción latina que Gelio hacía de las cartas destinadas a su madre, Olimpíade, o a su maestro Aristóteles. Todas estas cartas encierran preciosas enseñanzas morales y vitales. Así, por ejemplo, cuando Alejandro se dirige a su madre autoproclamándose soberbiamente “hijo de Zeus” ella le responde, con sabia ironía, que eso la convierte en concubina del dios. A su maestro Aristóteles se queja porque éste ha publicado algunas de las enseñanzas a las que, supuestamente, no podría acceder más que el selecto grupo de sus discípulos. Sin embargo, el filósofo le tranquiliza diciéndole que no se preocupe, pues la lectura de tales libros no la entenderán más que aquellos que han sido iniciados por él en la filosofía. En fin, hay en este libro mucho conocimiento, y hasta preciosas dramatizaciones de personajes. Su espacio literario y vital va de Atenas a Roma (el de Cortázar se extiende de París a la Argentina), y en el libro no faltan recuerdos vivos de las estancias de estudio en la campiña ática o de las lecciones imborrables de los grandes maestros de la época: Herodes Ático, Tauro y Favorino. El lenguaje y la literatura ocupan un lugar no menos importante. Entre otras cosas, fue gracias a este libro por lo que ya en el siglo XVI se comenzó a llamar “clásicos” a los mejores autores de la literatura. Gelio, gran estudioso de las instituciones de la Antigüedad, trasladó del ámbito social la forma de denominar a aquellos ciudadanos que pertenecían a la clase más alta, es decir, los classici (frente a los proletarii o los capite censi) al ámbito de la humanitas. De esta forma, los autores classici se convirtieron en los “aristócratas”, los mejores, de una ideal República Literaria. Esta metáfora, que no es más que una culta broma de Gelio, pasó después a constituir esa envidiable categoría a la que todo escritor aspira. No de menor fortuna ha sido la trascripción que el propio Gelio hace de una etimología, la de la palabra persona, que en latín significa “máscara”. Según el texto de Gelio, la máscara se dice persona porque ésta “resuena”, es decir, per-sonat. De una manera hábil, aunque incierta, se pone en relación una palabra de origen etrusco, persona, con el verbo que más se le parece, per-sonare, que en castellano decimos, “resonar”. A pesar de la falsedad histórica, su difusión como etimología que aclara el origen de la máscara teatral ha sido grandísima, y ni el propio Cortázar se sintió ajeno a ella cuando incluyó la cita completa del capítulo de Gelio dentro de los materiales diversos que componen su novela Rayuela:

“De la etimología que da Gabio Basso (sic) a la palabra persona.

Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella».

AULIO (sic) GELIO, Noches Áticas” (Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, 1984, cap. 148)

Por cierto, tuve curiosidad por esta traducción castellana que transcribía Cortázar y de la que sería oportuno hablar, pues es una cuestión importante para nuestro relato. Ya había supuesto, casi desde el principio, que la traducción citada no era de Cortázar (sí el error de “AULIO” en lugar de “AULO”), pues el castellano me parecía propio de otro siglo. Al cabo de un tiempo terminé averiguando que se trataba de una traducción también utilizada por Bioy Casares, pero no quiero adelantar acontecimientos. Así las cosas, tras este repaso inicial a la obra de Gelio, salvada ya la primera impresión y viendo cuánta enjundia cabía en sus páginas, no pude menos que soñar con el proyecto de traducirla. Pensé en mi futuro, naturalmente incierto, pero lleno de proyectos e ilusiones[4]. Pasara lo que pasara en mi vida, debía marcarme como anhelo llevar a cabo una traducción de esta obra o de una parte de ella. Al cabo del tiempo, puedo decir que ese anhelo se vio cumplido por causas que son más que curiosas y que, con Ernesto Sábato, podríamos explicar desde el hecho de que, en realidad, no existen las casualidades. Sábato, por cierto, supuso en la lenta indagación de las conexiones de Gelio con los autores argentinos otro pequeño eslabón, dado que alude en su novela Sobre héroes y tumbas, dos años anterior a la publicación de Rayuela, a la misma relación entre la palabra “persona” con su antiguo significado latino de “máscara”:

“Pues, como decía Bruno, «persona» quería decir máscara y cada uno tendrá muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? (...)” (Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Barcelona, 1984, p. 189)

Este tipo de argumentos lingüísticos tiene mucho de recurso conceptual, como también fui averiguando al cabo del tiempo. Autores como Pérez de Ayala, Unamuno u Ortega ya lo habían ensayado en sus escritos, y el uso de la etimología a la hora de argumentar o, simplemente, de jugar con las palabras, era algo tan antiguo como el propio lenguaje. Que dos autores argentinos se hubieran interesado por la etimología de la palabra “persona” no tenía por qué ser una rareza. No en vano, estamos en el país del psicoanálisis, tan preocupado por el estudio de la personalidad y sus máscaras. A Cortázar, además, le preocupa mucho la relación entre las palabras y las cosas, como a otros autores de su tiempo. En clara relación con la etimología de Gelio, el argentino alude, de hecho, a un viejo mito platónico que recrea la figura de un dios egipcio, Theuth, Hermes griego o Mercurio latino, que pasa por ser el inventor de las letras. Para Cortázar, este dios garantiza la armonía entre la realidad y el lenguaje, alejándonos así del caos. La etimología de Gelio no hace otra cosa que tratar de lograr este cometido, frente a la terrible arbitrariedad que vuelve a menudo opacas las palabras. Todo esto no dejaba de abrir una nueva posibilidad dentro del rico espacio de relaciones entre las Noches áticas y Rayuela: ambas jugaban con el lenguaje, y esto tendía un estimulante puente entre las antiguas etimologías y la moderna literatura de creación verbal. Mi impresión, aún muy incipiente, era que este tipo de planteamientos que ponían en contacto géneros antiguos y modernos tan dispares podría abrir, de hecho, cauces insospechados para la investigación de los encuentros complejos entre obras muy alejadas en el tiempo. Al cabo de los años fui descubriendo otros nuevos encuentros entre autores de antiguas etimologías y escritores modernos, como el que puede plantearse entre el Crátilo de Platón y la novela Berlarmino y Apolonio de Ramón Pérez de Ayala. No en vano, el siglo XX había comenzado con la inquietante reflexión de Saussure acerca de los anagramas, o las palabras ocultas en los poemas de la Antigüedad.
Al fin, el año de 1994 presenté el primer resultado de mis pesquisas en torno a Aulo Gelio y Cortázar. Fue en el X Congreso de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, celebrado en Santiago de Compostela. El título de mi comunicación comenzaba con un sugerente guiño: “El juego de la erudición...”[5]. Me había adentrado en el estimulante estudio de los juegos de palabras que Cortázar hace tanto en sus cuentos como en la propia novela Rayuela a partir de la palabra “máscara”. Aquello, desde la perspectiva de la falsa etimología de persona a partir del corte per-sona recordaba al juego que Cortázar hace con la “máscara” cuando corta la palabra en “más” y “cara”. Las casualidades iban mucho más allá de lo creíble y guardo un grato recuerdo de aquellos días en Santiago de Compostela. Creí que con esta presentación pública cerraba una etapa de mis afanes lectores. No sabía que sólo iba a ser el principio.

[1] Para una visión global acerca de la presencia de las Metamorfosis en The waste land cf. Stephen Medcalf, "T.S.Eliot's Metamorphoses: Ovid and The waste Land", en Charles Martindale (ed.), Ovid renewed, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, pp.233-246.
[2] J. Cortázar, Rayuela. Edición de Andrés Amorós. Segunda edición, Madrid, 1984. Debo recordar que esta lectura guarda el grato recuerdo de las conversaciones que sobre ella mantuve con mi condiscípulo José Carlos García de Paredes Olivas en su casa de Don Benito (Badajoz). Por tanto, al recuerdo de esta lectura se añade el grato placer de la conversación inteligente con un amigo.
[3] A. Gellii Noctes Atticae. Recognovit brevique adnotatione critica instruxit P.K. Marshall, I-II, Oxford, 1968 (segunda edición en 1990).
[4] La relación entre Gelio y Cortázar quedó tímidamente esbozada en una nota que publiqué en la revista que editaban mis compañeros estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma: “De Julio Cortázar, de las perlas y de Aulo Gelio” (Cuaderno Gris 2, mayo de 1987, p. 13).
[5] F. García Jurado, “El juego de la erudición. La miscelánea en Julio Cortázar y Aulo Gelio (a propósito de las máscaras-personae reales y verbales”, en D. Villanueva y F. Cabo Aseguinolaza, Paisaje, Juego y Multilingüismo II, Santiago de Compostela, 1996, pp. 137-147.