miércoles, 26 de noviembre de 2008

COMENTARIOS NO ACADÉMICOS: VIEJAS Y NUEVAS QUERELLAS


Especialmente preciosos para nuestra historia no académica de la literatura resultan los comentarios que sobre algún aspecto de las letras antiguas pueden encontrarse, casi siempre de una forma inesperada, en algunas de nuestras más queridas novelas, que en ese momento adoptan la forma de un ensayo. Sabido es, en lo que concierne a los comentarios en que un texto moderno acerca de algún aspecto de la literatura clásica, que éstos no son, ciertamente nuevos, pues las encontramos desde la propia Antigüedad a la "Querelle" de los antiguos y los modernos que tuvo lugar en el siglo XVII y pervivió hasta un siglo después. En este sentido, resultan muy significativas por su diversidad e imaginación las críticas y comentarios que encontramos en los textos desde finales del siglo XIX. Uno de los ejemplos más conmovedores y señeros nos lo ofrece Thomas Mann, quien en su novela La montaña mágica nos hace asistir a un ácido diálogo entre dos de sus personajes esenciales que encarnan posturas ideológicas opuestas: Settembrini, un italiano partícipe de los presupuestos del positivismo y convertido voluntariamente en preceptor del joven protagonista de la novela, Hans Castorp, y el oscuro Naphta, por lo demás profesor de latín. Será una simple broma de cierto tono pedante la que desencadenará toda un polémica de profundo alcance que tiene como motivo la valoración del poeta Virgilio:

"Dijo en broma (sc. Settembrini):
-¿Qué he oído, ingeniero? ¿Qué rumor es ese que ha llegado hasta mis oídos? ¿Va a volver Beatrice? ¿Vuestra guía a través de las nueve esferas giratorias del paraíso? ¡Espero que, a pesar de eso, no desdeñará completamente la mano amistosa de su Virgilio! Nuestro eclesiástico, aquí presente, le confirmará que el universo del medievo no queda completo si falta, al misticismo franciscano, el polo contrario del conocimiento tomista.
Todos rieron al oír tan chusca pedantería y miraron a Hans Castorp, que también se reía y que levantó su copa de vermut a la salud de su Virgilio.
Difícilmente puede creerse el inagotable conflicto de ideas que debía producirse, a la hora siguiente, a causa de palabras inofensivas y rebuscadas de Settembrini, pues Naphta, que en cierta manera había sido provocado, pasó inmediatamente al ataque y arremetió contra el poeta latino -que Settembrini adoraba notoriamente- hasta colocarle por debajo de Homero; Naphta había manifestado más de una vez su desdén por la poesía latina en general, y aprovechó de nuevo, con malicia y rapidez la ocasión que se le ofrecía.
-Constituía un prejuicio del gran Dante -dijo- eso de rodear de tanta solemnidad a este mediocre versificador y concederle, en una significación demasiado masónica. ¿Qué tenía de particular ese laureado cortesano, ese lamedor de suelas de la casa Juliana, ese literato de metrópoli y polemista de aparato, desprovisto de la menor chispa creadora, cuya alma, si la poseía, era seguramente de segunda mano, y que no había sido, en manera alguna, poeta, sino un francés de peluca empolvada de la época de Augusto?
Settembrini no dudó de que su honorable interlocutor poseía medios de conciliar su desprecio hacia el período romano de la más alta civilización con sus funciones de profesor de latín. Pero le parecía necesario llamar la atención de Naphta sobre la contradicción más grave que se desprendía de tales juicios y que le ponían en desacuerdo con sus siglos preferidos, en los cuales no solamente no se había despreciado a Virgilio, sino que se le había hecho justicia bastante ingenuamente, convirtiéndole en un mago y un sabio.
-Es en vano -replicó Naphta- que Settembrini llame en su socorro a la ingenuidad de esa joven y victoriosa época que había demostrado su fuerza creadora hasta la "demonización" de lo que vencía. Por otra parte, los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de poner en guardia contra las mentiras de los filósofos y de los poetas de la antigüedad, y en particular contra la elocuencia voluptuosa de Virgilio. ¡Y en nuestros días, en que termina una era y aparece un alba proletaria, se es favorable a esos sentimientos! M. Lodovico podía estar persuadido -para zanjar la cuestión- de que él, Naphta, se entregaba a su profesión privada, a la que había aludido, con toda la reservatio mentalis conveniente. No era más que por ironía por lo que participaba en un sistema de educación clásica y oratoria al que el mayor optimismo no podía prometer más que algunos decenios de existencia.
-Usted los ha estudiado -exclamó Settembrini-, usted ha estudiado a costa del sudor de su frente a esos viejos poetas y filósofos; usted ha intentado apropiarse su preciosa herencia, de la misma manera que usted ha utilizado el material de construcción antiguo para sus casas de piedra. Habéis comprendido que no seríais capaces de producir una nueva forma de arte con las solas fuerzas de vuestra alma proletaria, y habéis confiado en derrotar a la antigüedad con sus propias armas. ¡Eso es lo que pasa siempre! Vuestra juventud inculta deberá estudiar en la escuela lo que vosotros desearíais poder desdeñar y hacer que los demás desdeñasen, pues sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y no hay más que una sola cultura, la que llamáis cultura burguesa, que es la cultura humana. ¡Y os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a las humanidades!" (La montaña mágica, trad. de Mario Verdaguer, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, pp.521-523)

No deja de ser tristemente paradójico el hecho de que sea un profesor de latín quien haga un alegato tan negativo contra Virgilio y la Tradición Clásica. Los ecos de la "Batalla entre los clásicos y los modernos" dan la impresión no sólo de reaparecer en este nuevo contexto cultural, tan alejado ya del s. XVII, sino incluso de recrudecerse. De hecho, cuando los gustos estéticos dan un cambio de dirección y se vuelven contra el canon, son los autores clásicos los primeros en convertirse en el blanco del desprecio. En el texto de Thomas Mann, Naphta reduce a Virgilio a un mero plagiario artificioso a quien Dante ensalza y confiere, en su opinión, un sentido anacrónicamente masónico, creemos que el mismo que Gabriele Rossetti atribuyera precisamente al poeta de la Divina Comedia[1]. En estos ecos de la "Querelle" no debe olvidarse un hecho fundamental: Homero fue el blanco preferido de los ataques de los modernos, deudores del refinamiento francés de la época de Luis XIV. Virgilio, intencionadamente calificado por Naphta como "ese francés de peluca empolvada de la época de Augusto", va a ser ahora el objetivo de la violencia intelectual del profesor de latín. Recordemos que éste ha llegado incluso a ponerlo por debajo de Homero, recuperado ya estéticamente desde los siglos XVIII y XIX merced a su conexión con los nuevos ideales de la época, mientras que Virgilio ha sufrido la erosión propia de la épica culta. Por lo demás, Virgilio, como Dante, representa la encarnación de un canon europeo que define una forma de cultura, la burguesa, que ha entendido hasta la Segunda Guerra Mundial aún lícitamente sus propias categorías como universales[2].
Ahora quiero hablar sobre uno de los más fabulosos comentarios que jamás haya encontrado en en un autor moderno acerca de un libro antiguo.

Bioy Casares y las Noches Áticas. Hacia el clásico cotidiano

Tenía y tengo por costumbre dar una vuelta siempre que puedo por la librería de mi Facultad (ahora era la de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense), donde, entre las novedades que se agolpan cada semana, puede aparecer algún tesoro, al margen de que sea o no una novedad. No había leído mucho a Bioy Casares, para mí el inigualable compañero literario de Borges, y por eso me acerqué a un volumen recopilatorio de reflexiones que me brindó un dato absolutamente inesperado. ¡Bioy Casares reconocía abiertamente su afecto por las Noches áticas!:

“Pocos objetos materiales han de estar tan entraña­blemente vincula­dos a nuestra vida como algunos libros. Los queremos por sus enseñanzas, porque nos dieron pla­cer, porque estimularon nuestra inteligencia, o nuestra imaginación, o nuestras ganas de vivir. Como en la rela­ción con seres humanos, el sentimiento se extiende tam­bién al aspecto físico. Mi afecto por las Noches Áticas de Aulo Gelio, dos tomitos de la vieja Biblioteca Clási­ca, abarca el formato y la encuadernación en pasta espa­ñola.” (“A propósito de El libro de Bolsillo de Alianza Editorial y sus primeros mil volúmenes”, en D. Martino, ABC de Adolfo Bioy Casares, Alcalá de Henares, 1991, p. 179)

Quienes escriben la Historia saben perfectamente que algunos datos, antes o después, pueden convertirse en grandes acontecimientos debido a su trascendencia para el porvenir. Yo supe de inmediato que esta información iba a resultar fundamental para mi peculiar historia, aún no trazada, de la lectura moderna de Gelio. Volvía a ser sorprendente, como en Cortázar, que un autor latino no muy conocido fuera ocasión de cita tan elogiosa por parte de uno de los grandes cultivadores del relato fantástico moderno. El testimonio ofrecía datos preciosos, en especial el de la traducción al castellano de las Noches en la benemérita editorial Hernando. Se trataba de la misma versión que había utilizado y citado Cortázar en Rayuela. Ya durante mis lecturas de Cortázar había descubierto que la traducción de Hernando no estaba en venta ni se encontraba en la biblioteca de la universidad, por lo que había que acudir como último recurso a la Biblioteca Nacional para poder consultarla. Debía volver a revisar esos dos pequeños libros que, según Bioy, habían estimulado sus ganas de vivir. Fue en el salón de lectura de la Biblioteca Nacional de Madrid donde accedí por vez primera a los libros de Gelio traducidos al castellano. Tenían mucho de familiar para mí. Eran tomos de la Biblioteca Clásica Hernando, que abundaban en casa de mis abuelos (algunos de ellos incluso cosidos a mano por mi propia abuela, que procedía de arraigada familia de encuadernadores). Había crecido viendo sus lomos, incluso antes de saber leer. Primero percibí el color amarillento de las tapas, luego su olor, mezcla de dulzor y humedad, y finalmente sus títulos: Homero, La Ilíada, o Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Los tomos de Gelio que me sirvieron en la Nacional estaban encuadernados en pasta española, como decía Bioy. Eran del año 1893 y los había editado la Librería de la Viuda de Hernando y Cª. El traductor era Francisco Navarro y Calvo, cuyo mérito era el de haber vertido por vez primera casi todo Gelio al castellano. Comprobé enseguida que era de esta traducción de donde Cortázar había tomado también su cita de Gelio para Rayuela. Intuí a partir de estos escasos datos que el vehículo de transmisión de la obra latina hasta estos dos gigantes de la literatura argentina había sido el mismo: la traducción de Francisco Navarro. Bioy, además, elogiaba el propio formato físico de los tomitos. No pude menos que recordar un famoso poema de Menéndez Pelayo dedicado a un libro viejo de Horacio. En las palabras de Bioy había, además, una actitud de admiración vital por Gelio, alejada del sentido reverencial que suele destinarse a los clásicos. Esa actitud me recordaría después la misma que tiene, por ejemplo, Italo Calvino con respecto a autores como Plinio el Viejo u Ovidio. Creo que esa actitud no reverencial crea una nueva idea de clásico, que he llamado de “clásico cotidiano”. En otro lugar[3] señalé sus características:

-La lectura de un clásico está muy ligada a la experiencia vital. Así lo vemos explícitamente en Bioy cuando vincula a la vida la obra de Gelio incluso como objeto.

-Frente al canon académico de la historia literaria, que provoca la actitud de hastío, los clásicos se ordenan, a manera de antología, en una biblioteca personal de lecturas. Gelio entra perfectamente en esta categoría.

-La literatura tiene una función educadora esencial (enseñanza para la vida), paradójicamente no ligada de forma necesaria al paso por la escuela. De hecho, el conocimiento de algunos clásicos puede remontarse a la edad escolar (Virgilio), pero no el de todos, como es el caso de Gelio.

-Finalmente, frente a la lucha agonística por la originalidad y la superación de los modelos (la conocida tensión entre romanticismo y clasicismo), los clásicos se convierten en relajados compañeros de viaje. No tiene sentido el empeño romántico de superar a Virgilio o a Gelio, pues son, ante todo, una grata compañía. Frente a los caducos esquemas de la influencia o la imitación, el siglo XX nos trae la capacidad de dialogar casi de tú a tú con estos autores antiguos.

No fue fácil, tuve que esperar pacientemente muchos años hasta lograr esta edición castellana de las Noches áticas de la que con tanto cariño hablaba Bioy y que sólo me era dado contemplar de vez en cuando en la Nacional. Sería en el año 2001, en una librería de viejo de Madrid. El libro que adquirí no está encuadernado en pasta española, sino en una encuadernación editorial granate hecha de tela y decorada con bonitos dorados en el lomo. Para aquel entonces ya sabía que no se trataba de un simple libro, sino de un instrumento de felicidad. Leer a Gelio en castellano por mero placer suele resultar una experiencia gratificante para cualquier buen lector. Ofrece la ventaja de que puede hacerse una lectura salteada, motivada meramente por la curiosidad de saber. Esta libertad lectora recuerda, ciertamente, la experiencia de algunos libros modernos de prosa miscelánea, como pueden ser Los complementarios de Antonio Machado, ciertas obras de Joan Perucho y Francisco Ayala, los preciosos textos de Augusto Monterroso (que también cita a Gelio) o incluso algunos libros del propio Bioy Casares. Este es el caso de su libro titulado Descanso de Caminantes (Sudamericana, Buenos Aires, 2001), donde se suceden sin más continuidad que un cierto desorden de escritura recuerdos, reflexiones y curiosidades varias. Es una obra que se mueve entre los Ensayos de Montaigne y las Noches de Gelio, como después tendremos ocasión de comprobar. Cabe pensar, naturalmente, cuál es el encanto de esa prosa que fluye en libertad sin atender a mayores requerimientos que los del mero azar y el ocio de escritor. En Gelio parecen estar algunos de esos resortes más atemporales de nuestra relación con el saber, como la sana curiosidad y el deleite. Simplemente el acto de elegir un capítulo porque ha llamado nuestra atención es ya de por sí una razón de mayor peso que la de tantas lecturas obligadas y aburridas que se hacen por motivos menos claros que los del mero placer. Nuestras mejores lecturas, nuestras mejores vivencias tienen mucho de lo que digo, y desde este punto de vista las misceláneas antiguas encuentran un factor común de comparación con las modernas.

[1] A esta interpretación excesiva, o sobreintepretación, ha dedicado Umbeto Eco uno de sus recientes trabajos: "La sobreinterpretación de textos", en Interpretación y sobreintepretación, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, especialmente pp.57-64.
[2] Rubén Florio (“Trasiegos de la épica. Epopeya clásica y narrativa latinoamericana contemporánea”, Res Publica Litterarum. Studies in the Classical Tradition 21, [n.s.], 1998, pp. 106-120) recoge una interesante observación de Carlos Fuentes, quien ve en Thomas Mann el autor culminante de la novela burguesa europea, dado que todavía entiende “lícitamente” las categorías de su cultura como universales. Sobre la función de Homero y Virgilio como representantes de esa cultura burguesa en la literatura moderna. Véase nuestro artículo “Homero y Virgilio desde la literatura burguesa moderna: entre Hermann y Dorotea, de J.W. Goethe, y La montaña mágica, de Th. Mann”, Cuadernos del Sur-Letras 31, 2001, pp. 37-55.
[3] F. García Jurado, “«Clásicos cotidianos», o libros que ayudan a vivir. Entre Virgilio e Italo Calvino”, Humanística 13, 2002-2003, pp. 11-19.

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