sábado, 22 de noviembre de 2008

Manifestaciones de una historia no académica: itinerarios


Intento compilar en este blog y en los cuadtro siguientes las cuatro modalidades de encuentros entre textos que estamos viendo en clase. Para ello parto del trabajo siguiente: Francisco García Jurado, "Melancolías y "clásicos cotidianos ": hacia una historia no académica de la literatura grecolatina en las letras modernas", Tropelias: Revista de teoría de la literatura y literatura comparada, ISSN 1132-2373, Nº 12-14, 2001‑2003 , pags. 149-178 .
La ilustración es de Chema Madoz, e ilustra perfectamente la idea que queremos desarrollar aquí: una forma de relación entre textos, en este caso en el nivel de la obra o el libro como tal.

Diversas son las posibles formas de presentar esta historia no académica de la literatura clásica que proponemos. Hubiéramos podido seguir parámetros propios de los manuales de literatura, como establecer un orden histórico, bien atendiendo a los propios autores latinos, bien a los modernos que hablan de ellos o les citan; otra posibilidad muy interesante la constituiría una ordenación por géneros, partiendo de los antiguos para llegar a los modernos. Pero nos parecen más sugerentes otros criterios que se utilizan con menos frecuencia. Dado que estamos ante la contextualización que las literaturas modernas hacen de las antiguas, tales variedades de inclusión pueden darnos unas pautas fijas muy interesantes. Para establecerlas, partimos de las cinco variedades de relaciones entre textos (en nuestro caso, entre un texto clásico y un texto moderno) propuestas por Genette[1]:

1. El texto subyacente (hipotexto). El texto antiguo subyace en el texto moderno. Es el caso prototípico de los estudios de tradición clásica.
2. La presencia conjunta de dos textos (intertexto). El texto antiguo aparece insertado dentro del texto moderno, a manera de cita, fundamentalmente.
3. Textos al margen del texto principal: títulos, notas y apéndices (paratexto). El texto antiguo se encuentra como apéndice, o cita inicial, dentro de la obra moderna.
4. La relación crítica, o el comentario de un texto acerca de otro texto (metatexto). El texto moderno versa acerca de diversas consideraciones sobre un autor, un género, o incluso acerca de toda la literatura clásica.
5. La adscripción a un género literario (architexto). Se producen singulares interferencias entre los géneros antiguos y los modernos, como la que se plantea entre la literatura de erudición de la Antigüedad y la literatura fantástica moderna.

Mediante una reelaboración de estos criterios, ofrecemos estos cuatro itinerarios que vienen a corresponderse con las cinco relaciones entre textos de Genette (para simplificar, hemos agrupado los “intertextos” y los “paratextos” dentro de la categoría de "textos y citas"):

1. Autores (texto subyacente).
2. Textos y citas (citas y apéndices).
3. Comentarios (relación crítica).
4. Géneros (implicaciones entre los géneros antiguos y los modernos).

Estas variedades, si bien no son exclusivas unas con respecto a las otras, sí tienden a caracterizar las relaciones de un texto antiguo con otro moderno. A veces, lo más importante es el hecho de que el autor moderno adopte, precisamente, la voz de un autor antiguo, que puede convertirse bien en la máscara de aquél, como es el caso de Propercio, que le sirve de voz a Pound, o de Ovidio en el caso del poeta ruso Mandelstam. También es posible que la figura del autor antiguo sea lo realmente pertinente cuando un autor moderno construye una vida imaginaria de aquél, como hace Antonio Tabucchi con Ovidio. En otras ocasiones es el texto como tal el que cobra protagonismo, a la manera de una cita inesperada, como los versos de Adriano que abren las Memorias de Adriano, de Yourcenar, a la manera de un apéndice, como el texto de Ovidio que incluye entre las notas T.S. Eliot en su libro La tierra baldía, o en calidad de incrustación, como los textos clásicos que relee sabiamente Francisco Ayala. En tercer lugar, podemos encontrarnos con un sustancioso comentario o crítica de un autor antiguo, como la imprescindible y apasionada discusión que sobre Virgilio tenemos en La montaña mágica, de Thomas Mann, o el precioso comentario que del poeta de Mantua nos ofrece Antonio Machado en su cuaderno de Los Complementarios. Finalmente, es posible encontrar un tipo de relación más general que atañe a la propia comparación entre géneros literarios antiguos y modernos, como la pasión por las formas breves que comparten el poeta latino Fedro y Augusto Monterroso, o la transformación que la prosa enciclopédica y erudita de Plinio el Viejo experimenta como literatura fantástica de la mano de Borges.

[1] Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Madrid, Taurus, 1989. Sobre el fenómeno y sus variedades puede consultarse el interesante y documentado libro de José Enrique Martínez Fernández, La intertextualidad literaria (Base teórica y práctica textual), Madrid, Cátedra, 2001.

jueves, 20 de noviembre de 2008

LA ORALIDAD ESCRITA DEL SABER: ENTRE GELIO Y MONTAIGNE

Merece la pensa que hagamos algunas consideraciones sobre la relación de Aulo Gelio y Montaigne a partir de un parámetro poco explorado, precisamente el de los rasgos de oralidad de presenta la propia miscelánea y el ensayo. Como he tenido ocasión de trabajar en este asunto hace poco, os presento un avance de la cuestión en el blog siguiente:

LA ORALIDAD ESCRITA DEL SABER: AULO GELIO Y LOS ORÍGENES DEL ENSAYO

FRANCISCO GARCÍA JURADO
Universidad Complutense

1. Lo oral frente a lo escrito

En su ameno y profundo libro titulado La invención de la literatura, Florence Dupont propone que la oralidad y la escritura en la antigua Grecia presentan una naturaleza simbólica distinta, de acuerdo con la cual cada una se destina a diferentes usos:

(…) la historia de los signos gráficos no es la de una técnica, sino la de los diferentes papeles que cada civilización ha podido decidir confiar a una memoria objetivada en inscripciones de naturalezas distintas. Por ejemplo, las tablillas descubiertas en Creta o en Pilos, archivos de los almaceneros reales, no son los ancestros balbucientes de las leyes o de los poemas de Solón (…). De manera global, la cultura griega poshomérica es tan oral como la de la Grecia homérica, y, al propio tiempo, escrita, aunque ambas lo sean de forma distinta. Hay que ir mirando caso por caso, dado que hay escrituras y oralidades, multiplicidad que se corresponde con funciones simbólicas distintas. Baste un ejemplo: no podríamos confundir la escritura-transcripción, que sirve para hacer hablar a las cosas mudas, a los objetos, a los muertos, al pueblo, con la escritura-inscripción, que sirve para registrar palabras vivas y conservarlas. (Florence Dupont, La invención de la literatura, Madrid, Debate, 2001, pp. 9-10 y 12)

El viejo mito platónico de Theuth nos enseña a comprender por qué la palabra “muere” al quedar transcrita, pues pierde su frescura como medio de intercambio oral, y no sirve como remedio contra el olvido (Fedro 274b-275e y Filebo 18b-d)[1]. El salto cualitativo que se produce de los tiempos de Platón a los de Aristóteles es el que supone el paso de una cultura basada en lo oral a otra que va a confiar su tradición cultural al medio escrito. El menosprecio que siente Platón por la palabra escrita como “palabra muerta” comienza a sentirse a partir de él como un mal menor frente al peligro de la pérdida del conocimiento. Sin embargo, siglos después, Aulo Gelio nos transcribe una significativa carta que Alejandro Magno envía a su maestro Aristóteles cuando se entera, siendo ya dueño de Asia, de que el filósofo ha hecho publicar sus enseñanzas:

Cartas de Alejandro y de Aristóteles en su original griego y traducidas al latín (20, 5)

Se dice que el filósofo Aristóteles, maestro del rey Alejandro, tenía, entre los comentarios y disciplinas que transmitía a sus discípulos, dos tipos de libros. A unos los llamaba exotéricos, y a los otros acroamáticos. Los exotéricos eran aquellos que conducían a las meditaciones sobre retórica, a la capacidad de argumentar y al conocimiento de los asuntos civiles, los acroamáticos, por su parte, eran aquellos donde se trataba un saber más remoto y sutil y todo aquello que concernía a la contemplación de la naturaleza y las discusiones dialécticas. A la enseñanza de esta disciplina acroamática ya referida dedicaba la mañana en el Liceo y no admitía sin más a cualquiera, a no ser que hubiera tenido antes ocasión de examinar su ingenio, los contenidos de su erudición, disposición y entrega al estudio. Sin embargo, en el mismo lugar, pero ya por la tarde, disertaba sobre las disciplinas exotéricas, y éstas se las ofrecía a todo tipo de jóvenes. Así pues, a esta última la llamaba “paseo vespertino”, mientras que a la primera la denominaba “paseo matutino”, dado que en uno y otro caso la disertación la hacía paseando. También dividió sus propios libros, comentarios de todas esas lecciones, de forma que unos se llamaron exotéricos y los otros acroamáticos.
Mas, como Alejandro, que por aquel entonces dominaba casi toda Asia con el poder de su ejército y que al mismo rey Darío perseguía entre batallas y victorias, se enteró de que su maestro había editado los libros del género acroamático para el vulgo, a pesar de encontrarse ocupado en tan importantes empresas, envió una carta a Aristóteles para decirle que no obraba correctamente al publicar y divulgar tales disciplinas, aquellas en las que él mismo había sido instruido. Estas fueron sus palabras: “Pues, ¿podremos sobresalir de entre los demás en algún conocimiento si éstos que hemos recibido de ti se hacen en adelante materia común de todos? Ciertamente preferiría destacar en conocimiento que en recursos y magnificencia.”
Aristóteles le respondió de esta forma: “Has de saber que los libros acroamáticos, esos cuya publicación lamentas porque a partir de ahora no van a permanecer escondidos como arcanos, ni están publicados ni dejan de estarlo, ya que éstos sólo serán comprensibles para aquellos que nos han prestado atención.” (Aulo Gelio, Noches áticas. Antología. Introducción, selección, traducción y notas de Francisco García Jurado, Madrid, Alianza, 2007, pp. 60-61)

Cabe preguntarse cuál es el significado último de esta anécdota en la obra de Gelio, y qué pierde el saber oral cuando se convierte en saber escrito. La anécdota aquí transcrita supone una conciencia entre lo oral y lo escrito con la consiguiente primacía de lo primero. La oralidad asegura el contacto directo con el maestro e impide la difusión de su doctrina a terceros. Sin embargo, Aristóteles no ve ningún peligro en la publicación de sus enseñanzas, ya que esto no supone más que un pálido e insuficiente reflejo de su palabra viva.
La frontera entre el mundo de lo oral y el mundo de lo escrito no es, sin embargo, tan nítida como podríamos creer en un principio, ni tampoco conviene trazar un mero esquema valorativo de lo oral como algo esencialmente vivo y de lo escrito como algo esencialmente muerto. Estamos acostumbrados, por ejemplo, a asistir en los congresos a aburridas intervenciones, casi letales, donde el interviniente se limita a leer con tono monótono un texto que está concebido para su lectura individual. Estos hechos suponen sin duda una invasión de lo escrito en el mundo de lo oral. De manera inversa, hay textos escritos que dejan huellas vivas de una situación oral previa, e incluso textos que no dejan de ser, a pesar de su condición escrita, huellas de un ágil diálogo con supuestos lectores, reales o supuestos. Precisamente, Peter Burke ha hecho una brillante lectura de los Ensayos de Montainge en clave de diálogo[2]. La explicación de los Ensayos a partir de una forma de comunicación propiamente oral, si bien no explícita, supone, sobre todo, establecer una suerte de conversación con el lector (real o implícito) y con los propios autores precedentes (Burke señala el uso creativo de la cita ajena como un indicio de ese diálogo). Este diálogo constante entre autor y lector, evidentemente, conlleva ciertas condiciones, como el predominio del yo (la representación del autor como tema mismo de la obra) o la falta de sistema a la hora de abordar los diferentes asuntos. Esto último, además, es algo que ya está implícito en la propia naturaleza de la antigua miscelánea. Dice Burke que "Montaigne escribía con un estilo deliberadamente oral, conversacional", y es ahí, precisamente, donde hay que considerar esa maravillosa intrusión de lo oral en el mundo de lo escrito. El estudio conjunto de algunos pasajes de las Noches áticas de Gelio y de los Ensayos de Montaigne puede ayudarnos a comprender esta difusa dualidad que proponemos entre lo oral y lo escrito. Queremos llevar a cabo en el presente estudio una lectura conjunta de algunos pasajes escogidos para acercarnos a lo que podemos llamar, sin miedo, “obras conversacionales”. Sin recurrir ni Gelio ni Montaigne a maneras propias del lenguaje coloquial (lo que sí hace, sin embargo, Platón en sus diálogos), cabe ver en ellas aspectos que responden a una conversación amistosa y culta que transciende el tiempo. Esta conversación se manifiesta de maneras diferentes, y el intento de estudiar ahora su articulación es lo que va a dar forma al presente trabajo. Cabe señalar tres aspectos:

-La conversación -transcrita- como recuerdo
-La conversación -imaginaria- con el lector
-La conversación -posible- con otros autores


Hemos dicho que recurriremos a algunos pasajes de Gelio y de Montaigne. En el primer caso hemos leído ya la trascripción de la carta de Alejandro a su maestro Aristóteles. También veremos el prefacio y pasajes donde queda reflejado el recuerdo de conversaciones y banquetes, sin perder tampoco de vista el curioso título de la obra y el uso de citas ajenas. Para el segundo autor, Montaigne, recurriremos a tres textos concretos: “Al lector”, “De los libros” (II, 10) y “Del arte de conversar” (III, 8).


Echad un vistazo al power point que he colgado en mi red social





[1] Estos pasajes donde Theuth aparece como inventor de la escritura,han suscitado el interés de autores como Jacques Derrida ("La pharmacie de Platon", en La dissémination, Paris, 1972, pp.69-197), Emilio Lledó (El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, Crítica, 19922; El silencio de la escritura, Madrid, Espasa Calpe, 19982), o Luis Gil ("Divagaciones en torno al mito de Theuth y de Thamus" en Transmisión mítica, Barcelona, Planeta, 1975, pp.100-120 y La palabra y su imagen. La valoración de la obra escrita en la Antigüedad, Madrid, Universidad Complutense, 1995).
[2] Peter Burke, “Montaigne y el arte del diálogo”, ABCD las letras y las artes, 865, 30 de agosto de 2008 (disponible en la dirección web http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=10194&num=865&sec=31 consultada del 15 de noviembre de 2008)