martes, 25 de noviembre de 2008

TEXTOS. CITAS Y "MATERIALES CRUDOS"


Vamos ahora a comentar los encuentros complejos que se producen a partir del uso de textos concretos, a manera de citas literarias. Ya os he contado cómo, desde la dualidad de la palabra escrita como “palabra muerta” y de la palabra oral como “palabra viva”, la cita, como lectura selectiva de un texto previo, puede proporcionar al nuevo texto y contexto donde se recoge una suerte de efecto polifónico, al tratarse de una voz nueva. Cuando los textos clásicos aparecen, bien en su versión original, bien en traducción, junto a los textos modernos, lo hacen en calidad de texto injertado –y no siempre entre comillas- o como texto anejo. Uno de los casos más conocidos de esta relación es el del poema latino que Mar­gue­rite Yourcenar pone al comienzo de su novela titulada Memorias de Adriano, que no es otro que una composición de ese poeta novellus que fue el mismo emperador:

Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos...

P.AELIUS HADRIANUS, Imp.

(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. de Julio Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1984)

Al final de la novela, nos encontraremos con los versos traducidos e insertados en la prosa (la cursiva es mía):

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...” (o.c. p. 236).

A este respecto, tendría mucho interés emprender un estudio de lo que podemos denominar la tipología de la cita clásica en los textos modernos, donde hay una serie de variables significativas, como son la lengua en que se cita, la precisión y fidelidad al texto original, los límites difusos o no de la cita con respecto al texto moderno, etc. Por otra parte, en lo que a los textos anejos respecta, estamos igualmente ante una compleja manifestación de títulos de novela, de poema, de citas iniciales o finales, o citas en nota a pie de página de un sinfín de textos clásicos en las obras modernas, lo que coloca a la literatura antigua en una inquietante situación de literal marginalidad. A este respecto, resulta interesante la presencia de los textos clásicos como apéndices o notas, subordinados, pues, al texto moderno en una jerarquía superior. Una circunstancia de este tipo puede encontrarse en una larga cita de un texto latino de Ovidio que podemos encontrar en La tierra baldía (The waste land), del poeta norteamericano y luego nacionalizado británico T. S. Eliot. En nota final al verso 218 de la última parte, la titulada "Lo que dijo el fuego", aparece el pasaje ovidiano sobre Tiresias perteneciente al libro III de las Metamorfosis en su versión original latina:

"Tiresias, aunque simple espectador y no realmente un «personaje», es sin embargo el personaje más importante del poema, uniendo todo lo demás. Igual que el mercader tuerto, vendedor de grosellas, se funde en el Marinero Fenicio, y éste no es del todo distinto de Ferdinando, Príncipe de Nápoles, así también todas las mujeres son una mujer, y los dos sexos se reúnen en Tiresias. Lo que ve Tiresias, en efecto, es la sustancia del poema. Todo el pasaje de Ovidio es de gran interés antropológico:

«...Cum Iunone iocos (...)»"

(T.S.Eliot, nota al verso 218 de "El sermón del fuego", en La tierra baldía. Trad. de Fernando Gutiérrez y José María Valverde, Barcelona, Orbis, 1985, p.151)

El uso de la nota con intención literaria incorpora ésta a lo que podemos considerar como el todo de la obra de Eliot, convirtiéndolo así en parte inseparable[1]. Finalmente, vamos a destacar lo que podemos denominar las incrustaciones de textos clásicos, de lo que nos ofrece buenos ejemplos Francisco Ayala. Las lecturas que Francisco Ayala hace de la novela latina, de las cartas de Plinio el Joven y de Tácito resultan un excelente ejemplo de la sutil tensión entre un clásico y la actualidad, que ilustra muy bien Italo Calvino cuando dice que "es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo". En lo que constituye el interesante estudio de las citas ocupa un lugar particular lo que Estelle Irizarry denominó "materiales crudos" para definir los textos heterogéneos que nuestro autor incluye en la segunda parte de su obra miscelánea titulada El tiempo y yo. Resulta curioso observar que en el variopinto conjunto de textos ajenos de que hace acopio figuren autores latinos cuyos textos suscitan en el autor granadino sustanciosas reflexiones en torno a las afinidades entre la Antigüedad y el presente. Como ejemplo, veamos las reflexiones que le merece el siguiente pasaje de Tácito acerca del destino y el azar, tomado de Anales 6,22:

"Después de haberse referido a las habilidades de Tiberio como astrólogo, y a varias profecías relacionadas con él, hace Tácito en el libro VI de sus Anales una digresión sobre el problema del Hado, diciendo que al oír historias tales no sabe qué pensar y duda acerca de si las cosas humanas están regidas por el Hado y la necesi­dad, o dependen del azar. «Encuentra uno que los fundado­res de las grandes escuelas filosóficas de la antigüedad y sus discípulos están en desacuerdo sobre el asunto. Algunos sostienen que los dioses no se ocupan de nuestros finales ni de nuestros comienzos, ni de la especie humana en general. De ahí que con tanta frecuencia veamos sufrir al bueno y prosperar al malvado. Otros creen que las cosas están dispuestas por el Hado, pero que dependen, no de los astros, sino de los principios y secuencias de la causación natural. Así pues, podemos escoger nuestro modo de vida pero una vez escogido ya está determinado el camino a seguir. La adversidad y la prosperidad -piensan ellos- no son cual el vulgo cree, pues muchos que parecen estar en la aflicción son en verdad felices, y muchos son infelices en medio de la mayor riqueza: en el primer caso llevan sus desventuras con valor, y en el último hacen mal uso de su prosperidad. Sin embargo, la mayor parte de la especie humana no está dispuesta a abandonar la fe en que el destino del hombre se encuentra determinado en el momento de nacer. Si algo resulta ser contrario a las profecías, ello será debido a dictámenes engañosos de ignaros videntes, que tienden a desacreditar una ciencia tan bien establecida en los tiempos antiguos como en los modernos.»" (Francisco Ayala, "Causalidad o casualidad", El jardín de las delicias. El tiempo y yo, Madrid, Espasa Calpe, 1978, p. 317)

Ninguna prueba más directa de la vigencia del texto de Tácito como cuando vemos que los "tiempos modernos" (en latín, nostra aetas) bien podrían ser los nuestros, fruto de la tensión entre la "Antigüedad" y el "Presente". En este punto concreto, bien podríamos imaginar que el texto de Tácito estuviera escrito por el mismo Francisco Ayala. Así pues, confundidos el "autor" clásico con el "lector" moderno, tendríamos otra singular polaridad que nos haría pensar en el paradigmático cuento de Borges titulado "Pierre Ménard, autor del Quijote".

Una cita especial: Rayuela y las Noches Áticas

Todo comienza cuando en 1984 adquirí en la Feria del Libro de Madrid una edición de Rayuela de Julio Cortázar. Se trataba de la primera edición académica, dentro de la colección de literatura hispánica de Cátedra, a cargo de Andrés Amorós[2]. Desde el año 63, fecha de la primera edición de la mítica novela, hasta los ochenta, había dado tiempo a la canonización de la obra, sin que por ello perdiera un ápice de su vitalidad: simplemente cambia la nueva generación de lectores que van a revivir la historia. Rayuela cuenta una de las historias de amor, la de la Maga y el protagonista de la novela, más intensas y tristes que jamás se hayan contado: historia de azares, de vértigos y de dolor. La forma de la novela, en especial su estructura, tampoco deja indiferente. Posiblemente sea su estructura lo más impactante para un convencional lector de novelas, dado que, merced a un “Tablero de Dirección”, no nos ofrece una esperable lectura lineal. No obstante, la obra se divide, físicamente, en tres partes: “Del lado de allá”, “Del lado de acá” y “De otros lados (capítulos prescindibles)”. El libro me dejó, ciertamente, boquiabierto. Hoy día, con las nuevas técnicas hipertextuales, no ofrece demasiada dificultad escribir un texto que no sea lineal. En realidad, Rayuela es una obra que fue por delante de su tiempo en muchos aspectos, y también en el relativo al propio soporte en papel. Mi curiosidad por saber cómo era una novela que no se leía linealmente quedó plenamente satisfecha. Ahora bien, hubo algo que por mínimo e inesperado sembró en mí por aquel entonces una nueva inquietud de lector: precisamente, dentro de los llamados “capítulos prescindibles”, conjunto variopinto de materiales a menudo dejados allí en estado crudo, y que iban tendiendo llamadas constantes a los capítulos de la parte primera y segunda, observé que se había trascrito la traducción de un texto latino procedente de un autor que aún no conocía: era Aulo Gelio. Una breve nota a pie de página que había puesto el editor aclaraba la época en que este autor había vivido y el título de su única obra: las Noches áticas. Creo que uno de los mayores placeres de un lector es ese momento previo al encuentro físico con un libro, cuando sólo sabemos de él su título. Conviene recordar que uno de los aspectos más logrados de la obra de Gelio es, precisamente, su título, donde se presenta un tiempo (“las noches”) teñido de la magia y la nostalgia de un lugar (“áticas”). Se trata del tiempo dedicado a la plenitud del estudio, la vigilia, en el lugar que representa por excelencia lo mejor de nuestra civilización. A partir de ese título, de esa puerta que sirve como reclamo, nos ponemos a imaginar cómo serán los momentos felices de su lectura. Nos vemos a nosotros mismos en los lugares habituales de nuestra vida fijando la mirada en unas páginas y unas líneas que todavía no están a nuestro alcance. Sí, las Noches áticas parecían una obra prometedora, y en ella, sorprendentemente, se nos iba a contar todo tipo de datos y anécdotas, según le viniera en gana a su autor. Cortázar compara su Rayuela con un Liber fulguralis, de imprecisas y desordenadas páginas, y Gelio dice que sus Noches pueden leerse ordine fortuito, es decir, al azar. No tardé en poner en relación esa libertad expositiva del autor latino con la propia estructura no lineal de Rayuela. No tardaron tampoco en fijarse en mi cabeza dos preguntas, casi dos enigmas, que iban a llevarme, con el tiempo, por derroteros insospechados. La primera pregunta era: ¿por qué aparece un texto de Gelio en la obra de Cortázar? Naturalmente, cabían muchas respuestas. La más inmediata era, simplemente, que fuera una mera casualidad, pero el propio contenido de la cita, del que todavía no he hablado, me llevaría a conclusiones diferentes. La segunda pregunta era esta: si las coincidencias estructurales entre una obra y otra no son fortuitas, ¿cómo ha llegado a Cortázar el conocimiento de las Noches áticas y de su estructura no lineal? No era improbable este conocimiento, dada la cultura interminable de Cortázar. Él mismo ha dejado en otros lugares testimonio de ese saber sobre los antiguos, como en la recreación de los famosos versos de Adriano (animula, vagula, blandula...) que se pueden encontrar evocados en Rayuela. Se trata de los mismos versos que abren la novela Memorias de Adriano, de Yourcenar, y que Cortázar tradujo para la editorial Edhasa. Probablemente, Adriano es el emperador bajo cuyo mandato vivió el propio Gelio, y hay un pasaje de la novela de Yourcenar donde cabe recordar, disimulado en el fluir de la prosa poética y memorialista, hasta el título mismo de la obra de Gelio:

“Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir.” (Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano. Trad. de Julio Cortázar, Barcelona, 1984, p. 124)

Por poner otro ejemplo relativo a la interminable cultura de Cortázar, el personaje clave de Rayuela tiene intencionadamente el nombre de Horacio, motivado por el propio poeta romano de la época de Augusto. No falta en Rayuela, por cierto, tampoco el gorrión de Lesbia, cuya muerte inmortalizó Catulo. Mientras escribo estas líneas, veintitrés años más tarde, aquellos enigmas aparecen ahora resueltos y encarnados en varios libros que guarda mi biblioteca, y que iré presentando con calma.
Puedo decir, y no me causa rubor, que la lectura de Cortázar me llevó a la de Aulo Gelio. Acudí presuroso a la Biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid y consulté la edición latina de los Oxford Classical Texts, con sus dos tomos de Gelio[3], en la idea completamente infundada de que su latín sería muy fácil y no me haría más falta que la esporádica ayuda de un diccionario. No me fue tan sencillo penetrar en la obra como había creído en un principio. Sin embargo, allí podía ver noticias varias que debía ¡yo mismo! organizar en mi cabeza para conferir un sentido a aquella lectura. Se me ocurrió, y no me equivoqué, que debía articular una estrategia de lectura: comenzaría buscando datos sobre un tema concreto. El que más me llamó la atención fue el de Alejandro Magno, en especial la traducción latina que Gelio hacía de las cartas destinadas a su madre, Olimpíade, o a su maestro Aristóteles. Todas estas cartas encierran preciosas enseñanzas morales y vitales. Así, por ejemplo, cuando Alejandro se dirige a su madre autoproclamándose soberbiamente “hijo de Zeus” ella le responde, con sabia ironía, que eso la convierte en concubina del dios. A su maestro Aristóteles se queja porque éste ha publicado algunas de las enseñanzas a las que, supuestamente, no podría acceder más que el selecto grupo de sus discípulos. Sin embargo, el filósofo le tranquiliza diciéndole que no se preocupe, pues la lectura de tales libros no la entenderán más que aquellos que han sido iniciados por él en la filosofía. En fin, hay en este libro mucho conocimiento, y hasta preciosas dramatizaciones de personajes. Su espacio literario y vital va de Atenas a Roma (el de Cortázar se extiende de París a la Argentina), y en el libro no faltan recuerdos vivos de las estancias de estudio en la campiña ática o de las lecciones imborrables de los grandes maestros de la época: Herodes Ático, Tauro y Favorino. El lenguaje y la literatura ocupan un lugar no menos importante. Entre otras cosas, fue gracias a este libro por lo que ya en el siglo XVI se comenzó a llamar “clásicos” a los mejores autores de la literatura. Gelio, gran estudioso de las instituciones de la Antigüedad, trasladó del ámbito social la forma de denominar a aquellos ciudadanos que pertenecían a la clase más alta, es decir, los classici (frente a los proletarii o los capite censi) al ámbito de la humanitas. De esta forma, los autores classici se convirtieron en los “aristócratas”, los mejores, de una ideal República Literaria. Esta metáfora, que no es más que una culta broma de Gelio, pasó después a constituir esa envidiable categoría a la que todo escritor aspira. No de menor fortuna ha sido la trascripción que el propio Gelio hace de una etimología, la de la palabra persona, que en latín significa “máscara”. Según el texto de Gelio, la máscara se dice persona porque ésta “resuena”, es decir, per-sonat. De una manera hábil, aunque incierta, se pone en relación una palabra de origen etrusco, persona, con el verbo que más se le parece, per-sonare, que en castellano decimos, “resonar”. A pesar de la falsedad histórica, su difusión como etimología que aclara el origen de la máscara teatral ha sido grandísima, y ni el propio Cortázar se sintió ajeno a ella cuando incluyó la cita completa del capítulo de Gelio dentro de los materiales diversos que componen su novela Rayuela:

“De la etimología que da Gabio Basso (sic) a la palabra persona.

Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella».

AULIO (sic) GELIO, Noches Áticas” (Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, 1984, cap. 148)

Por cierto, tuve curiosidad por esta traducción castellana que transcribía Cortázar y de la que sería oportuno hablar, pues es una cuestión importante para nuestro relato. Ya había supuesto, casi desde el principio, que la traducción citada no era de Cortázar (sí el error de “AULIO” en lugar de “AULO”), pues el castellano me parecía propio de otro siglo. Al cabo de un tiempo terminé averiguando que se trataba de una traducción también utilizada por Bioy Casares, pero no quiero adelantar acontecimientos. Así las cosas, tras este repaso inicial a la obra de Gelio, salvada ya la primera impresión y viendo cuánta enjundia cabía en sus páginas, no pude menos que soñar con el proyecto de traducirla. Pensé en mi futuro, naturalmente incierto, pero lleno de proyectos e ilusiones[4]. Pasara lo que pasara en mi vida, debía marcarme como anhelo llevar a cabo una traducción de esta obra o de una parte de ella. Al cabo del tiempo, puedo decir que ese anhelo se vio cumplido por causas que son más que curiosas y que, con Ernesto Sábato, podríamos explicar desde el hecho de que, en realidad, no existen las casualidades. Sábato, por cierto, supuso en la lenta indagación de las conexiones de Gelio con los autores argentinos otro pequeño eslabón, dado que alude en su novela Sobre héroes y tumbas, dos años anterior a la publicación de Rayuela, a la misma relación entre la palabra “persona” con su antiguo significado latino de “máscara”:

“Pues, como decía Bruno, «persona» quería decir máscara y cada uno tendrá muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? (...)” (Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Barcelona, 1984, p. 189)

Este tipo de argumentos lingüísticos tiene mucho de recurso conceptual, como también fui averiguando al cabo del tiempo. Autores como Pérez de Ayala, Unamuno u Ortega ya lo habían ensayado en sus escritos, y el uso de la etimología a la hora de argumentar o, simplemente, de jugar con las palabras, era algo tan antiguo como el propio lenguaje. Que dos autores argentinos se hubieran interesado por la etimología de la palabra “persona” no tenía por qué ser una rareza. No en vano, estamos en el país del psicoanálisis, tan preocupado por el estudio de la personalidad y sus máscaras. A Cortázar, además, le preocupa mucho la relación entre las palabras y las cosas, como a otros autores de su tiempo. En clara relación con la etimología de Gelio, el argentino alude, de hecho, a un viejo mito platónico que recrea la figura de un dios egipcio, Theuth, Hermes griego o Mercurio latino, que pasa por ser el inventor de las letras. Para Cortázar, este dios garantiza la armonía entre la realidad y el lenguaje, alejándonos así del caos. La etimología de Gelio no hace otra cosa que tratar de lograr este cometido, frente a la terrible arbitrariedad que vuelve a menudo opacas las palabras. Todo esto no dejaba de abrir una nueva posibilidad dentro del rico espacio de relaciones entre las Noches áticas y Rayuela: ambas jugaban con el lenguaje, y esto tendía un estimulante puente entre las antiguas etimologías y la moderna literatura de creación verbal. Mi impresión, aún muy incipiente, era que este tipo de planteamientos que ponían en contacto géneros antiguos y modernos tan dispares podría abrir, de hecho, cauces insospechados para la investigación de los encuentros complejos entre obras muy alejadas en el tiempo. Al cabo de los años fui descubriendo otros nuevos encuentros entre autores de antiguas etimologías y escritores modernos, como el que puede plantearse entre el Crátilo de Platón y la novela Berlarmino y Apolonio de Ramón Pérez de Ayala. No en vano, el siglo XX había comenzado con la inquietante reflexión de Saussure acerca de los anagramas, o las palabras ocultas en los poemas de la Antigüedad.
Al fin, el año de 1994 presenté el primer resultado de mis pesquisas en torno a Aulo Gelio y Cortázar. Fue en el X Congreso de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, celebrado en Santiago de Compostela. El título de mi comunicación comenzaba con un sugerente guiño: “El juego de la erudición...”[5]. Me había adentrado en el estimulante estudio de los juegos de palabras que Cortázar hace tanto en sus cuentos como en la propia novela Rayuela a partir de la palabra “máscara”. Aquello, desde la perspectiva de la falsa etimología de persona a partir del corte per-sona recordaba al juego que Cortázar hace con la “máscara” cuando corta la palabra en “más” y “cara”. Las casualidades iban mucho más allá de lo creíble y guardo un grato recuerdo de aquellos días en Santiago de Compostela. Creí que con esta presentación pública cerraba una etapa de mis afanes lectores. No sabía que sólo iba a ser el principio.

[1] Para una visión global acerca de la presencia de las Metamorfosis en The waste land cf. Stephen Medcalf, "T.S.Eliot's Metamorphoses: Ovid and The waste Land", en Charles Martindale (ed.), Ovid renewed, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, pp.233-246.
[2] J. Cortázar, Rayuela. Edición de Andrés Amorós. Segunda edición, Madrid, 1984. Debo recordar que esta lectura guarda el grato recuerdo de las conversaciones que sobre ella mantuve con mi condiscípulo José Carlos García de Paredes Olivas en su casa de Don Benito (Badajoz). Por tanto, al recuerdo de esta lectura se añade el grato placer de la conversación inteligente con un amigo.
[3] A. Gellii Noctes Atticae. Recognovit brevique adnotatione critica instruxit P.K. Marshall, I-II, Oxford, 1968 (segunda edición en 1990).
[4] La relación entre Gelio y Cortázar quedó tímidamente esbozada en una nota que publiqué en la revista que editaban mis compañeros estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma: “De Julio Cortázar, de las perlas y de Aulo Gelio” (Cuaderno Gris 2, mayo de 1987, p. 13).
[5] F. García Jurado, “El juego de la erudición. La miscelánea en Julio Cortázar y Aulo Gelio (a propósito de las máscaras-personae reales y verbales”, en D. Villanueva y F. Cabo Aseguinolaza, Paisaje, Juego y Multilingüismo II, Santiago de Compostela, 1996, pp. 137-147.

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