miércoles, 3 de diciembre de 2008

AULO GELIO DESDE UNA PERSPECTIVA INTERTEXTUAL


Vamos llegando al final de la parte de máster que corresponde al estudio de Aulo Gelio desde un punto de vista intertextual. Hemos repasado, sucintamente, cuatro formas de encuentro complejo: el encuentro con la persona del autor y su obra, el encuentro con sus textos, el comentario o la crítica y, en cuarto lugar, la relectura de una obra o texto en otras claves bien distintas para las que fue concebida. ¿Cómo procede Gelio con estos procedimientos, en especial en lo relativo a lo que hoy día consideramos como literatura griega? Quería ofreceros algunos ejemplos, primeramente, de la primera modalidad, es decir, de la representación de los autores como tales personas. Voy a ofreceros algunas traducciones propias, tal como las tengo publicadas en mi selección de Alianza.


AUTORES. Vamos a ver dos autores griegos que Gelio trata desde el punto de vista de su figura humana: se trata de Plutarco y Eurípides. Cada uno nos mostrará aspectos narrativos diferentes con respecto al ámbito biográfico.

PLUTARCO

De qué manera me respondió el filósofo Tauro al preguntarle si se encolerizaban los sabios (1, 26)

MI COMENTARIO: En este capítulo se muestra como en pocos la utilidad moral de una anécdota, pues, de hecho, el gracejo con que se cuenta la discusión de Plutarco y un siervo suyo es, en realidad, una viva reflexión acerca de la cólera. A este capítulo hace agradecida referencia y transcripción parcial Montaigne (Ensayos 2, 31), dado que en él se nos regala una anécdota del admirado Plutarco, como ya hemos visto en la Introducción. Montaigne nos recuerda que no es conveniente pegar a los sirvientes mientras dura la cólera. Curiosamente, ninguno de los dos, ni Gelio ni Montaigne, cita o alude al tratado que sobre la ira o la cólera compuso Séneca. Fray Antonio de Guevara vuelve sobre este asunto, dentro de su Libro primero de las epístolas familiares, en su “Epístola XVII. Letra para D. Juan de Moncada, en la cual se declara qué cosa es ira, y cuán buena es la paciencia.”

EL TEXTO DE GELIO: Pregunté a Tauro en su escuela si un sabio podía enojarse, dado que el maestro solía brindarme la oportunidad de preguntar lo que quisiera, una vez terminadas las lecciones diarias. Tauro, tras haber referido con gravedad y abundancia lo que los libros de los antiguos y sus mismos comentarios exponen acerca de la pasión o el impulso de la ira, se dirigió a mí, que le había preguntado y me dijo: “estas son las cosas que yo mismo opino acerca de la ira; sin embargo, no está fuera de lugar que escuches también lo que pensaba nuestro querido Plutarco, el más docto y prudente varón. Plutarco, no sé por qué falta, ordenó que se quitara la túnica y azotara a un criado suyo, persona inútil y terca, mas no ajena a los libros y disputas filosóficas. En esto que comenzaba a recibir azotes, el criado se defendía diciendo que no merecía tal castigo, dado que no había cometido ninguna fechoría ni crimen. Finalmente, comenzó a vociferar entre azote y azote, aunque ya no emitía quejas o lamentos, sino palabras serias y de censura, tales como que Plutarco no se comportaba como correspondía a un filósofo; que era vergonzoso enojarse; que a menudo aquél había disertado sobre las desgracias de la ira, e incluso había escrito un libro hermosísimo acerca de la ausencia de ira. Según aquel libro, no era de recibo que, llevado y arrastrado su amo por la ira, se le castigara a él tan efusivamente. Entonces, Plutarco le dijo con calma y suavidad: “¿Acaso crees, bribón digno de azotes, que yo estoy airado contigo? ¿Deduces de mi rostro, mi voz, mi color o de mis palabras que estoy dominado por la ira? Creo que ni mis ojos son amenazantes, ni mi rostro está desencajado, ni grito como una bestia, ni echo espuma o estoy amoratado por la irritación, ni digo palabras vergonzosas o de las que pueda arrepentirme, ni me agito y me conduzco movido por la ira. Tales son las cosas que suelen considerarse, por si no lo sabes, señales de la ira.” Y dirigiéndose al mismo tiempo a aquel que propinaba los azotes, le dijo: “Mientras éste y yo seguimos disputando, tú sigue con lo tuyo.”
Y ésta fue la moraleja final de la historia de Tauro: no estimaba que fuera lo mismo la falta de ira que la indolencia, y que una cosa era ser un espíritu no iracundo y otra muy distinta un carácter insensible, es decir, embotado y atónito. Así pues, juzgó que, así como ocurre con la anulación de todos los otros sentimientos, aquellos que los filósofos latinos denominan affectus o affectiones y los griegos pa/qh, no era tampoco útil la negación absoluta -que los griegos llaman ste/rhsij- de esta pasión del ánimo llamada ira, cuando es muy intenso ese deseo de venganza, pero que sí lo era su control y moderación, lo que los griegos llaman metriotes.

LA FIGURA DE EURÍPIDES

Algunos apuntes sobre la familia, la vida y las costumbres del poeta Eurípides; y sobre el fin de su propia vida (15, 20)

MI COMENTARIO: Nos cuenta Gelio que, según Marco Varrón, sólo cinco tragedias de Eurípides fueron premiadas de un total de setenta, dado que los premios se daban a menudo a autores muy mediocres (Gel. 17, 4, 3). Si bien la noticia es errónea, pues Eurípides ganó muchas veces más, la noticia, en su extrema inexactitud, se convierte en una triste alegoría de lo caro que a veces cuesta el talento. De nuevo, estamos ante noticias y anécdotas sobre la vida de un gran trágico griego y una de las vidas más interesantes que podemos encontrar en la historia de la literatura. Eurípides es, entre otras cosas, el testimonio vivo de que una persona de origen humilde puede llegar a lo más alto. Valerio Máximo es elocuente al respecto en sus Hechos y dichos memorables (3, 4, 2):

“Qué madre tuviera Eurípides y qué padre Demóstenes fue ignorado aun por el siglo de ellos mismos. Mas las letras de casi todos los doctos dicen que la madre del uno anduvo vendiendo legumbres, el padre del otro cuchillitos. Pero ¿qué más claro que ó la fuerza trágica de aquel ó la oratoria de este?” (traducción de José Velasco y García)

TEXTO DE GELIO: Dice Teopompo que la madre del poeta Eurípides se ganaba la vida vendiendo hortalizas. Cuando nació el niño, a su padre le vaticinaron los astrólogos que cuando éste creciera sería vencedor en los certámenes; que tal era el destino del niño. Como el padre interpretó que su hijo debía convertirse en atleta lo envió a Olimpia para que compitiera con otros atletas infantiles, después de haber fortalecido y ejercitado el cuerpo del muchacho. Sin embargo, al principio no fue admitido en el certamen por no quedar clara su edad, aunque luego luchó y venció en el certamen de Eleusis y en el de Atenas, en honor a Teseo. Seguidamente pasó del cuidado del cuerpo al cultivo del espíritu como alumno del físico Anaxágoras y del rétor Pródico, donde se formó en la filosofía moral de Sócrates. A los dieciocho años comenzó a escribir una tragedia. Filócoro nos refiere que había en Salamina una cueva oscura y espantosa, que nosotros hemos visto, donde Eurípides solía escribir sus tragedias.
Se dice que odiaba de manera desaforada a las mujeres, bien porque su propia naturaleza abominaba de su contacto, bien porque ya tenía dos esposas, en los tiempos en que en el derecho ateniense esto era legal, y de su doble matrimonio estaba muy aburrido. De su odio a las mujeres también nos habla Aristófanes en las primeras Tesmoforias, precisamente en estos versos[1]:

Así pues, ahora os advierto y os digo a todas
que castiguéis a ese hombre por muchas razones:
pues, mujeres, nos presenta como animales salvajes,
cuando él mismo se ha criado entre hortalizas silvestres.

Y Alejandro el etolo compuso estos versos sobre el poeta:

El pupilo del buen Anaxágoras era, al menos a mi parecer, agrio al hablar,
odiaba la risa y ni bebido sabía hacer burlas,
pero todo lo que escribía tenía la dulzura de la miel y la sonoridad de las sirenas.
Eurípides, en los tiempos en que vivía en Macedonia junto al rey Arquelao y gozaba de una gran familiaridad con el rey, una noche que volvía de una cena dada por éste sufrió el violento ataque de unos perros lanzados contra él por algún rival, y de estas heridas le sobrevino la muerte. Los macedonios han dignado con tal honor su sepulcro y memoria que también en el lugar de su gloria se aventuraban a predecir: “Ojalá nunca perezca tu recuerdo, Eurípides”, dado que el egregio poeta, al encontrar allí la muerte, había recibido sepultura en la tierra de ellos. Por ello, cuando unos emisarios enviados por los atenienses les pidieron que permitieran el traslado de los restos a Atenas, la tierra natal del poeta, los macedonios se mantuvieron unánimemente firmes en denegar esta petición.

[1] Aristófanes, Tesmoforias 453-56.

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